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José Antonio Muñoz
Granada
Martes, 19 de julio 2022, 00:21
Esta noche, a partir de las 22.00 horas, las luces del Teatro del Generalife se encenderán por primera vez con el patio de butacas lleno para mostrar 'Jondo. Del primer llanto, del primer beso', la propuesta de este año para el programa Lorca y Granada en los Jardines del Generalife, encomendado en esta ocasión a SEDA, la empresa productora y distribuidora que dirige el cordobés Lope García, quien fuera también responsable del espectáculo '¡Oh, Cuba!' visto en 2017.
Lo primero que llama la atención del montaje es la total mímesis que este ofrece con el entorno del Generalife, y el óptimo aprovechamiento sonoro y visual de la particular fisonomía del espacio. Así, el rumor de la fuente, sin aditamentos ni imposturas, introduce y se convierte en epílogo del espectáculo. El fingimiento no cabe, pues, ni en el arranque ni en la conclusión. Y tampoco en el ínterin. De los dos –aproximadamente un tercio de la propuesta, medido en tiempo– que pudimos disfrutar anoche, se infiere que este 'Jondo. Del primer llanto, del primer beso' es esencialmente moderno, y eso va a suponer un esfuerzo extra a algunos puristas, empeñados una y otra vez en que cada año se reproduzca en el escenario alhambreño una zambra con leves variaciones conceptuales.
La música original de 'Jondo...' bebe de las fuentes de la tradición, pero también de los grandes nombres del rock andaluz, aquellos que le pusieron apellido geográfico a una época. Una batería completa, colocada encima del escenario, es toda una declaración de intenciones en lo conceptual, pero no llega a revelar la profundidad sonora de los pasajes. Porque aquí hay desde influencias tibetanas hasta de los cancioneros medievales. En el prólogo, los cipreses delimitan un 'campo de juego' donde Eduardo Guerrero es el pincel y el resto de los bailarines el lienzo. Como tal, el bailarín va dibujando sensaciones con manos y pies, abriendo la puerta a los cuadros que luego se sucederán.
Y claro, siendo este un espectáculo moderno, la 'Mariana' que se nos muestra no lleva encajes negros ni tiene una aguja en las manos, aunque sí tiene una cola que sujetan quienes la rodean. Más que una luz que llega desde arriba, se ha optado por pértigas que iluminan a la protagonista en un primerísimo plano mientras despliega las alas de la libertad perdida y solo reconquistada tras la última vuelta del garrote. «Tengo miedo a perder la maravilla de tus ojos de estatua, y el acento que de noche me pone en la mejilla la solitaria rosa de tu aliento», salmodia el cantaor el lorquiano 'Soneto de la dulce queja', en una cadencia que emparenta con la monodia oriental. En todo se percibe la influencia del israelí Sharon Fridman, quien ha conseguido, a tenor de lo visto anoche, no solo que el espectáculo baile a su son, sino que se oiga como un hijo suyo, con palabras desvanecidas en el aire que ofrecen un interesante juego, permitiendo a las solistas diseñar exigentes coreografías en que el 'tempo' se convierte en un concepto relativo, en un cuadro que termina al ritmo de un desfile militar vestido con correajes, bailado 'de abajo arriba'.
Cuando los elementos van por libre, el perfecto desorden hace que uno no sepa exactamente dónde mirar para no perder ripio. Y cuando en el tramo final se impone la armonía, con el arrepentimiento que supone la liberación de los correajes, estalla la voz de Carmen Linares vestida de negro riguroso como Mariana, y cantando mientras la imagen «desaparece en la esquina del viento». El espectáculo está más que vivo: todavía hay tiempo para pulir algún aspecto suelto, como el mutis de la flamante Premio Princesa de Asturias tras su intervención.
Esta noche, quien acuda al Teatro del Generalife va a ver un espectáculo distinto a los de los últimos años, sin duda. Y sobre todo, una idea donde la tradición no es una excusa, sino un vehículo para una aspiración mayor.
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