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En Granada aprendimos el nombre de Akira Torikyama hace 30 años. La generación que cantaba de carrerilla 'Dragones y Mazmorras', 'David el Gnomo' o 'Los diminutos', los mismos que jugaban con los He-Man, GIJoes y Madelmans, encendimos una tarde la televisión y nos ... quedamos embobados. Desde entonces, el «vamos con afán, todos a la vez» se convirtió en un himno vital que todavía hoy nos devuelve a los días de la Nocilla, la Mercromina y los cinco duros.
Si nos hiciéramos con un Delorean y viajáramos a los colegios de Granada de finales de los 80 y principios de los 90, nadie creería que en 2024 'Bola de dragón' estaría por todas partes: cine, televisión, videojuegos, juguetes, pastelerías, ropa, zapatillas... De hecho, por aquella época era complicado hablar de Goku y compañía porque surgió un movimiento en las asociaciones de padres de colegios que pedían prohibir la serie por violenta. Sí, Goku era Voldemort. Así que, como el maravilloso García Lorca de 'El ministerio del tiempo', no cuesta mucho imaginarse a los niños de los 90 diciendo lo de «entonces hemos ganado».
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Fue entonces cuando surgió el mercado de la fotocopias, uno de esos fenómenos inexplicables que se extendió por toda España como un mensaje de Whatsapp o un vídeo viral de TikTok. Solo que en 1990 no existía nada parecido a aquello. La pasión por los dibujos era indiscutible y generalizada, así que la idea de tener algo físico -lo que fuera- de aquellos personajes era un sueño. ¿Qué opción había? El manga. En 1991 se comenzó a publicar en España los tebeos de 'Bola de dragón'. Pero, como decíamos, no en todas las casas se aceptaba de buen grado tener un cómic de esos niños punkis tan salvajes que se daban mamporros a saco.
El movimiento empezó con los que dibujaban bien en clase. «¿Me haces un Goku?». «Yo quiero un Piccolo, por favor». «¿Me dibujas dos, que le quiero regalar uno a mi primo?». Los artistas del aula, desbordados, no daban abasto. Así surgió la idea: fotocopiar dibujos y, claro, páginas del tebeo. No se lo van a creer, pero las fotocopias se convirtieron en todo un mercado negro. Había coleccionistas muy serios que las tasaban por su calidad. Otros que se conformaban con lo que fuera para poder colorearlas y colgarlas en la pared de su dormitorio. Algunos, incluso, las usaban para crear sus propias escenas de la serie... Así hasta que algún genio de 12 o 13 años pensó que, si había tanto interés, había negocio.
Las fotocopias se vendían. Sí: a un duro, dos duros... algún loco pedía hasta cinco duros (recordemos que el precio de una fotocopia era de un duro, así que no todos buscaban lucrarse). Cuando las fotocopias estaban tan manidas que se veía más el blanco que la línea negra, el negocio se expandió: «Mamá, ¿me dibujas a mis personajes favoritos?». Luego, con una obra original, empezaban las fotocopias y a seguir haciendo caja...
Estimada chavalada, si no os lo creéis, preguntad a vuestros padres, que lo mismo todavía tienen guardada alguna de aquellas fotocopias. Es que era alucinante: sucedía en todos los patios, en todas las entradas y salidas del cole, por toda Granada. Años más tarde supimos que eso mismo, exactamente igual, sucedía en el resto de colegios de Andalucía y de España.
Supongo que, visto con perspectiva, tampoco debería extrañarnos tanto: es la generación de Ricky Martin en el armario y, también, la de las cintas VHS copiadas, las tarrinas de cedés vírgenes, el Canal Plus pirata y la Play con el chip. Pero esa es otra historia.
Murió Akira Toriyama. ¿Cómo no nos vamos a poner melancólicos los niños de las fotocopias?
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