Es como si los cuadros ocultaran un túnel escarbado en el muro, a cucharadas, como el de Tim Robbins en 'Cadena Perpetua' (Frank Darabont, 1995). Como si los colores, lienzos y pinceles pudieran teletransportar a los presos de Albolote a la recóndita isla de ... Zihuatanejo. «Buenos días, maestro», dicen los reclusos, mientras se acercan a estrecharle la mano. La ironía es que Enrique, allí, se siente en casa. «Un día de estos me dan un chabolo», bromea el maestro, que lleva doce años yendo todas las semanas. Por amor al arte.
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En la primera planta del pabellón cultural del Centro Penitenciario de Albolote huele a botes de pintura abiertos, a fijador de carboncillo, a virutas de goma y lápices afilados. 'Taller Van Gogh', se lee en el puerta de barrotes azul cielo. De fondo suena la radio y, entre los caballetes, los alumnos rasgan sus lienzos al compás. Si el mundo se parara justo ahora, la melodía sería envidiable. Un segundo después, un atronador crujido metálico ensordece el aula: ¡BRRUUMM! «Es la puerta de abajo, suena así cada vez que se abre o se cierra».
Enrique Sáenz Sancha (Granada, 1942) se conoce los ruidos de la prisión como el que detecta que se mueve el ascensor de su portal. Ahora jubilado, fue delegado general de la Sociedad de Autores de Andalucía. «Hace doce años, un amigo me propuso la idea: ¿Y si das clase en la cárcel? Me gustó desde el principio». Enrique colabora con la Asociación PIDES (Proyectos de Investigación para el Desarrollo Educativo y Social) y viene al centro martes y jueves. «Ellos –dice, abarcando con su mano toda la planta– vienen de lunes a viernes. Y, aunque la mayoría son internos que están esperando el tercer grado y pasan aquí unos meses, hay excepciones. Hay gente en el taller que lleva tiempo y que son, en cierto modo, responsables del buen funcionamiento».
Manuel alba, preso
Manuel Alba (Jaén, 1967) es uno de los mejores alumnos del taller. «Llevo aquí cinco años y hasta que conocí a don Enrique no tenía ni idea de pintura», comenta mientras repasa un hermoso paisaje otoñal. Y así, con la mirada fija en un horizonte por construir, tras sus gafas de profesor y la barba perfectamente recortada, habla sin ocultar el dolor: «Un individuo entró en mi casa tres veces, a robarme. En la tercera lo cogí, tuvimos una pelea y el hombre, por desgracia, falleció». Desde entonces se siente «en otro mundo», como si estuviera «dentro de una pesadilla en la que no pasa el tiempo». De ahí que pintar se haya convertido en su escapatoria: «Pintar me ayuda porque me introduzco en la obra, en el cuadro, como si fuera una prolongación de mi mente. Parece que estoy ahí dentro. Me siento más libre. El tiempo pasa más rápido».
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Enrique tiene, normalmente, entre 15 y 18 alumnos en clase. «El objetivo es sacar a los internos de los patios de los módulos. La sensación más agradable es que les aporta un sentido de libertad. Y, encima, algunos pintan bastante bien». El maestro dice que es un trabajo agradable, que le permite renovarse todos los días y mantenerse activo con la pintura. «Me siento más seguro dentro que fuera», ríe.
Anton lleva tres meses en el taller, tiene 33 años y lleva doce años preso. «Si has cometido quince delitos no queda otra, hay que pagar». Viene de un régimen de aislamiento de un año y ha estado en los módulos más duros de varias prisiones españolas. «Me movieron por buen comportamiento y me dieron la oportunidad de participar en el programa de pintura. Aquí me siento bien. Aquí te evades y tomas un contacto con los compañeros más cercano, más personal».
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Los caballetes se reparten a ambos lados del pasillo central. Los lienzos, en realidad, son tablas que se preparan en el taller de carpintería de la propia prisión. Aunque hacen mucha pintura libre, las clases de Enrique parten de un ejercicio práctico. El maestro coloca sobre la pizarra una gran hoja y todos dibujan juntos. «Marco las líneas con el carboncillo y ellos van haciendo lo mismo en sus puestos. Una vez hecho, fijamos con laca y vamos pintando por planos», explica. A Johan Castellón (Colombia, 1982) le encanta pintar y se le da muy bien. «Me gustaba antes de entrar en la prisión y ahora me gusta más», dice. Es la segunda vez que le encarcelan, otra vez por la marihuana, y esto le ayuda mucho. «Muchísimo. Es como respirar aire de verdad», añade conforme analiza el cuadro que tiene enfrente, repleto de colores: «Estoy sacando una cosa de mi cabeza pero no me termina de gustar. Hay que lucharlo».
Miguel Ángel Segura, preso
Detrás del lienzo de Johan están Miguel Ángel Segura (Almería, 1970) y Sandra López (Almería, 1979), tan sonrientes como el gato de Cheshire. Ellos son la prueba de que Enrique, como asegura, puede enseñar a pintar a cualquiera. «Dos cosas hacen falta –enumera el maestro–, que tengan algo de vocación, vaya, que les llame la atención; y que estén dispuestos a practicar y practicar». Para Miguel Ángel y Sandra, la pintura les brinda una oportunidad extra. Además de descubrir algo que no habían hecho nunca, es algo que pueden hacer juntos: «Somos pareja –se enorgullece él– y nos ayuda muchísimo a pasar la condena. ¿Antes? No, nunca jamás habíamos pintado algo que no fuera para los niños». Ambos tienen hijos, de parejas anteriores, de 17 y 12 años. «Llegué aquí joven, por hacer tonterías», termina. Sandra sabe que no será una gran pintora, pero sostener el pincel le rompe la rutina por completo: «Me evado. Estamos juntos. Me siento más libre», sentencia mientras agarra con fuerza la mano de su pareja.
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La pared derecha del aula está decorada con cuadros de varios alumnos. La izquierda, sólo de uno: Moi. Moisés (Sevilla, 1975) viste elegante, con bata blanca y todo. Está preso por tráfico de hachís, doce años de condena, y lleva tres. Hace seis meses empezó a pintar: «De no haber pintado nunca –confiesa– he pasado a hacer cinco cuadros a la semana. El maestro me tiene que frenar. Moi, que me dejas sin material, me dice». Moi cree que la mayoría de la gente ve el taller como «algo ocupacional, para matar el tiempo», pero para él es mucho más: «Aprendes a relacionarte con otros, a relacionarte con la autoridad. Aprendes a conocer pintores a descubrir la historia del arte. Aquí la gente cambia. Hay gente desordenada, desobediente y separatista que sale distinta».
Al otro lado está Jorge, que lleva tres días en el taller y está disfrutando como nunca: «Siempre he tenido interés por aprender y nunca había tenido la oportunidad; ahora me la están dando». Y también Luz Divina, que se embebe en sus cuadros para olvidar la otra vida, «la mala vida», y para perderse en atardeceres rojos que podrían ser los de su Santa Cruz de Tenerife natal.
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Una potente alarma suena y se crea un silencio mínimo pero impactante. Los alumnos del Van Gogh sueltan los pinceles y se marchan poco a poco, sin prisa. «El recreo», advierte Enrique. «El arte –añade conforme ve a los reclusos bajar las escaleras al patio– tiene un poder enorme en la sociedad. Y en estos centros muchísimo más». El maestro, entonces, repasa algunos de sus alumnos que ya están fuera y que han encontrado en la pintura un arnés para sobrevolar la vuelta. Habla en concreto de uno de ellos, un arquitecto que salió hace tres años y que a principio de marzo tiene su primera exposición de pintura. «De hecho –señala a ambos lados–, esos cuadros son suyos».
Enrique Sáenz, maestro
Los alumnos regresan a sus puestos y se arman de pinceles para enfrentar sus horizontes. Al momento, el aire se limpia y vuelve el aroma tan carismático de la pintura. Manuel pone la radio otra vez, la coreografía arranca y Johan rescata una barca de su cabeza para colocarla junto al mar. Los alumnos, la mayoría, miran al mar. ¡BRRUUMM!, suena la puerta.
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Es como en aquel diálogo de 'Cadena Perpetua', entre Tim Robbins y Morgan Freeman, en el que hablaban de qué harían si salieran de la cárcel:
–Te diré a dónde iría yo. A Zihuatanejo –dice Robbins.
–¿Zihua qué?
–Zihuatanaejo. Está en México. Un pueblecito frente al Pacífico. ¿Sabes qué dicen los mexicanos del Pacífico?
–No.
–Que no tiene memoria.
En estos doce años de andanzas pintoras por la prisión de Albolote, Enrique Sáenz ha contado con un escudero fiel: la Fundación Francisco Carvajal, de Albolote. «Vivimos gracias a ellos», asegura. La Fundación, que nació en 1985, se dedica a apoyar la cultura en el municipio granadino, en cualquiera de sus vertientes. Este año, además de patrocinar varios premios de pintura para los presos, han donado 1.000 euros para comprar material y facilitan que las obras de los alumnos se expongan más allá de sus muros. Dentro de la prisión, juega un papel fundamental Mercedes López, funcionaria coordinadora de actividades culturales, «un pilar imprescindible», añade Sáenz.
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