Indalecio Dionisio Zaragoza
Jueves, 22 de agosto 2024, 00:55
Los ojos de mi madre eran de un verde fresco, intenso. Quizás reflejaban la hierba que nos rodeaba y nos daba un poco de felicidad, dentro de ese mundo tan oscuro, rápido y callado.
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Su mirada me abrazaba y era de las personas más felices ... que podía haber en ese momento, aunque luego comprendí que no era difícil serlo. Tumbadas en la hierba, contentas, riendo.
De repente hizo un movimiento casi invisible (mejor así) y se colocó encima de mí. Comenzó a hacerme cosquillas, yo cerré los ojos, para poder guardar una sensación que luego me daría vida.
Cuando los abrí, el verde, estaba lleno de ceniza. Sus ojos eran grises. Dos soldados serios, tristes y uniformados, parece que bastante enfadados por nuestras risas y nuestro momento de intimidad, solo nuestro, se acercaron y nos dijeron que caminásemos hacia la puerta principal. El tren ya se había ido.
La cogí de la mano y sólo pude leer: «Arbeit macht frei».
–Te quiero, mami, soy feliz a tu lado.
––––––––
Nos pusieron en fila. No nos soltábamos de las manos, Mi madre las tenía calentitas, suaves, palpitantes, me daban seguridad. Estábamos demasiado apretados y podía sentir el olor de la persona que tenía delante, detrás, a mi lado, de los muros, y del viento, me dio miedo al oler el mensaje que me traía el viento.
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Tenía una mano suelta y en un impulso de algo que parece que se perdía con el tiempo, acaricié a la mujer que iba delante nuestra. Ella se volvió y sus lágrimas me lo agradecieron. Yo le sonreí y seguí cogida a ella durante un pequeño segundo de tiempo. Un tiempo infinito, en ese lugar donde la vida se arrastraba por los rincones pidiendo clemencia.
Uno de los soldados de antes, que no se había separado en todo el rato de nosotras, miró mi gesto y parece que anheló ese momento. Se notaba que nadie lo había acariciado con amor desde hacía mucho tiempo. Se puso a nuestra altura y rozó la mano de mi madre, la que le quedaba suelta, la huérfana de todo calor. Me alegré, pero mi madre se estremeció, de un miedo que pasó a mi cuerpo como un impulso eléctrico.
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Las dos nos miramos sin saber muy bien cómo reaccionar. Seguimos caminando en fila.
––––––––
Alguien le llamó la atención. Se separó de nosotras y se unió al grupo de soldados, que nos miraban desde el mismo instante que nos pusieron en fila. Jóvenes, imberbes, inmaduros, casi niños jugando con su rifle recién adquirido en la tienda, o sustraído ante el despiste del dueño, que acurrucado en una esquina implora por su familia.
Cuando pasé al lado del grupo, hice lo que siempre me habían enseñado. Los saludé, con una sonrisa que iluminaba la tarde, más que el sol que brillaba en lo alto, tan en lo alto que era inalcanzable por nuestros sueños. Sonreí y alguno dejó escapar un débil movimiento de la comisura de sus labios.
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–¡Te he visto, has perdido!
Yo les decía que habían perdido. Le gané por lo menos a tres. La imagen de sus rostros desesperados por huir me llenó de inquietud. Era un juego lleno de normas no escritas, de reglas inventadas por los que se sientan alrededor de una mesa, y deciden una «solución final». Gente que nunca iba a jugar y que nos utilizaría como piezas rotas de un ajedrez sin origen.
–¡Pum, pum! ¡Jaque mate!
––––––––
Nos han dicho que vayamos a ducharnos. Me parece bien, ya que llevamos varios días sin hacerlo, al estar viajando en ese tren apelotonados. Han hecho que dejemos todas las pertenencias fuera. Yo voy a entrar con mi madre, pero me da un poco de vergüenza al estar con más gente que no conozco. Al escuchar los primeros sonidos del agua al salir, la gente comienza a gritar.
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¿Les asusta el agua?
¿Les quemará al estar algunas con heridas?
Quizás crean que va a salir tan fría que tengan que aguantar la respiración. Algunas comienzan a llorar. No comprendo. Es una ducha. Agua. Uno de los momentos más dulces del día, más relajantes, más agradables y, que cualquier persona desea que llegue, y no desea que acabe.
No nos han dado jabón.
Ni esponja.
No entiendo muy bien esta ducha, y tampoco, si quieren que dejemos de oler como lo hacemos. Vuelven a gritar y…
––––––––
El agua sale demasiado caliente. Los gritos se acrecientan. La gente se mueve rápidamente por la sala y se arremolinan danzando y riendo. Es un momento de relax, entre tanta confusión y tensión al llegar. Seguimos sin jabón. Nos frotamos las espaldas, y suplen a la más tierna esponja.
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De repente, nos quedamos en silencio. Nos miramos a los ojos. Esos ojos que han perdido su vida, negros como el abismo más profundo que la historia haya conocido. Dejamos de movernos y vamos buscando el calor de la persona que tenemos al lado. En el exterior escuchamos risas chirriantes y estruendosas, risas que invitan a lo peor.
–¿Mamá qué ocurre?
–No lo sé. Pero no hables. Respira lo menos posible, que no se den cuenta de si sigues viva o ya has sido el objeto de su felicidad. Una felicidad basada en el horror.
Horror y felicidad, dos términos que se solapan en un mismo lugar, pero nunca extendiéndose en el tiempo. No impera el horror, porque termina demasiado pronto, para infelicidad de ellos. No reina la felicidad, porque no saben ni lo que significa, ni piensan que es un pilar de su historia personal. Su felicidad no es suya, es la nuestra arrebatada a golpe de humillación. ¡Es mía, devuélvemela!
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Pero eso no ocurrirá. Y a través del tiempo y época tras época, los seres humanos serán vampiros de la felicidad, porque no saben ser felices por ellos mismos.
Aquí nos quedamos. Aquí nos extinguimos.
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