Los monjes del último adiós
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La pandemia ha situado los cementerios en el foco de la actualidad. En Guadix subsisten tres Fossores, una orden en peligro de extinción que reza y mantiene 'vivo' el camposantoAún no ha salido el sol en el patio cuarto del cementerio de San José, en Guadix. Encaramado en lo alto de una escalera, un albañil se afana en quitar la lápida y el tabique de una sepultura. Sólo se escucha el gorjeo de los pájaros y golpeo seco y contundente del martillo. Debajo, un grupo de personas alza la vista para observar la escena en silencio. Una imagen tan real como la vida... y como la muerte. Por la tarde hay entierro y por la mañana, bien temprano, toca extraer un ataúd y reducir los huesos que yacen en su interior. Así lo han querido los hijos. Él y ella, ella y él, su padre y su madre, descansarán juntos ya para siempre.
Una operación que forma parte de la cotidianidad funeraria y que, en el caso de Guadix, se realiza bajo la atentísima mirada de los Hermanos Fossores, una congregación que ya sólo tiene presencia en el camposanto accitano, donde se fundó en 1953, y en el de Logroño. Antaño también estuvieron en Jerez de la Frontera, Huelva, Vitoria, Pamplona y Felanitx (Mallorca), pero la orden, dedicada al mantenimiento de los camposantos, va desapareciendo conforme se mueren sus religiosos. Ahora sólo quedan seis, tres en Guadix y otros tres en Logroño. El 'benjamín', fray Hermenegildo, ha cumplido ya los 75 años.
La gran esperanza se llama Iván, un chaval murciano que lo ha dejado todo, incluido su empleo como auxiliar de enfermería, para ingresar como novicio. «No pienso en la responsabilidad que supone para mí», asegura Iván mientras le atusa el pelo a Ruh, la perrita de ojos alegres que vive como ellos. «No me preocupa lo que pueda pasar porque estamos en las manos de Dios», agrega. «Yo aquí vivo en paz y la armonía».
Los Hermanos Fossores se acuestan temprano y se levantan temprano, a la hora del gallo. Todos los días hay faena. En tiempos de pandemia, aún más. Nunca fueron tan necesarias sus oraciones. A las siete menos cuarto ya están todos en la capilla: el hermano Manuel de 91 años, el hermano Rafael de 84 y el hermano Hermenegildo de 75. También Iván. Sentados uno detrás de otro con los tomos de la liturgia entre las manos. Primero toca maitines, después laudes y a continuación las preces. Piden por lo humano y por lo divino. Por la Iglesia del mundo y por el buen hacer de los gobiernos, pero también por los sanitarios y por los que pasan hambre. Piden por todos.
Después de los rezos y del desayuno, hora de remangarse. Los Hermanos Fossores tienen fundamentalmente dos fuentes de ingresos.Por una parte, una asignación del Ayuntamiento de Guadix que les permite cubrir las necesidades más básicas. «Nos dan más que suficiente», afirma Hermenegildo. Y por otra, lo que obtienen por recolectar los quinientos olivos que circundan la sacramental. Una pequeña explotación por la que cosechan unos cuatro mil kilogramos de fruto que luego llevan a la almazara para su molturación. «Después de pagar los jornales no nos queda mucho», lamenta Hermenegildo que, junto a Iván, se integran en el tajo todos los días durante las dos semanas previas a la Concebida –descansan sábados, domingos y fiestas de guardar– para recoger 'a ordeño'. Es decir, prendiendo directamente la aceituna desde la rama. Con el dinero que llega por un sitio y por el otro subsisten sin problemas. Son monjes. Castidad, pobreza y obediencia. Mientras Hermenegildo e Iván están en el campo, Rafael se desenvuelve entre los fogones. Para hoy ha preparado garbanzos de primero y tortilla de patatas de segundo. «Tampoco faltará postre», bromea.
Y es que el sentido del humor está muy presente entre los Fossores porque, según Hermenegildo, tiene la capacidad de «nublar el dolor por la ausencia». «Pero para nosotros –añade– lo fundamental es la devoción; nuestra espiritualidad es de resurrección; Cristo no falleció y resucitó, sino que sigue resucitado con actitud de cercanía y de servicio». «El mejor analgésico contra el dolor que produce la muerte es creer en Dios», apostilla Hermenegildo.
Pero más allá de las plegarias, la auténtica faena para los Fossores está en el cuidado del cementerio. Se encargan de abrir y cerrar las puertas. También de barrer, podar la vegetación y acometer pequeñas obras. Para ello disponen, incluso, de un pequeño volquete que Hermenegildo conduce con pericia marcha adelante y marcha atrás, y que les permite transportar, cargar y descargar. Cuando hay un enterramiento, los Fossores esperan al difunto en la entrada –donde Ramón Massats hizo aquella mítica fotografía en la que se veía a seis Fossores accediendo en fila al cementerio de Guadix pala en ristre–. Después de la monición, acompañan al féretro rezando hasta el nicho donde se producirá el enterramiento. Bendicen el sepulcro y piden por el finado.
El coronavirus se ha llevado por delante la vida de catorce personas en Guadix. Y los Fossores siempre están ahí. «Nosotros estamos viviendo estos meses con mucho miedo y con mucha incertidumbre, como todo el mundo». «Rezamos al Señor de día y de noche para que la situación mejore, para que nadie se infecte y para que, llegado desgraciadamente el desenlace final, todos los muertos descansen en paz». «En el cementerio de Guadix –dice fray Hermenegildo– no se entierra a nadie sin un padrenuestro y un gesto de cariño». En el momento del sepelio, absoluto respeto a las normas de seguridad. No pueden asistir más de quince personas y manteniendo de la distancia interpersonal de metro y medio.La mascarilla, obligatoria en todo el recinto. Los Fossores sólo se la quitan cuando están en el monasterio, que se ubica dentro del propio cementerio.
Unas instalaciones perfectamente acondicionadas donde duermen, comen, rezan y estudian. Cuando fray José María, fundador de los Fossores, sufrió una enfermedad que lo dejó paralítico, a finales de los noventa, se construyó un nuevo edificio junto a la cueva donde siempre habían residido. Las habitaciones disponen de cuarto de baño y agua caliente y fría. El 'hotel', lo llaman. En la celda de fray Hermenegildo no falta la Virgen de Nuestra Señora de la Paz en el cabecero y unas cuantas fotos de su familia.
Recuerdos de aquellos años mozos en El Campillo (Huelva), donde con veintiún años dejó su puesto de trabajo en Correos para ingresar en los Fossores de Guadix. Fue un 17 de junio de 1967. Una vocación infundida por el cartero Rafael, que había estado en el seminario y que anhelaba que alguno de sus hijos se ordenara sacerdote. No lo logró –las siete eran mujeres–, pero Hermenegildo, que también era un hijo para él, sí decidió emprender el camino. «Sigo sin saber por qué lo hice, pero desde el punto de vista espiritual sí tengo una razón que viene explicada en el capítulo quince del Evangelio de San Juan, cuando el Señor dice 'no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros». Una elección no exenta de sacrificios. Como el de alejarse de su amor, su querida Josefa, «una médica que aspiraba a ser monja». «Cuando le informé de mi intención de hacerme Fossor ella me preguntó ¿tú te vas a hacer monje en un cementerio con lo miedica que eres?», recuerda Hermenegildo entre risas.
Los Fossores suman ya sesenta y siete años de trayectoria. El proyecto de la congregación surgió de Francisco Victoriano Linares Garzón, de nombre religioso fray José María de Jesús Crucificado, que nació en 1919 y pereció en 2011. Este cura recibió la visita del párroco de Cúllar, que le transmitió el propósito del obispo de la Diócesis de Guadix por aquel entonces, Rafael Álvarez Lara. Tras diversos trámites, la primera comunidad de Hermanos Fossores de la Misericordia se trasladó al cementerio de Guadix e inició su actividad el 16 de julio de 1958.
El carisma de la orden se basa en el cumplimiento de las dos últimas obras de misericordia:enterrar a los difuntos y orar por vivos y muertos. Habitan comunitariamente en los camposantos –ya sólo en Guadix y Logroño– y llevan a cabo una vida contemplativa activa. Su espiritualidad se centra en la eucaristía, la liturgia de las horas, el santo rosario y la oración mental.
Fray Hermenegildo ingresó en la orden con 21 años. Hoy tiene 75, una calvera incipiente que cubre con una gorra negra de una marca de cerveza y la misma ilusión que cuando recibió 'la llamada' hace más de medio siglo y abandonó todo para hacerse Fossor. «Me siento igual, pero con dolor de huesos», asegura entre risas. Un hombre con muchísimo sentido del humor, pero con profunda devoción.
Hermenegildo, al igual que sus compañeros de fatigas, no sabe qué significa la palabra aburrimiento. Trabajan de sol a sombra y sienten el cariño de la gente. «Una de las cosas que más le agradeceré a Dios es que nunca me he acostado pensando que no me he ganado el jornal», asegura antes de dirigirse a recolectar los olivos del cementerio.
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