Retrato de Bob Dylan dibujado por el granadino Gabriel H. Walta, en la libreta que llevó al concierto. GABRIEL H. WALTA

Bob Dylan en Granada

Dylan sueña la Alhambra

El concierto en el Generalife fue un milagro sin móviles, un encuentro en el que el de Minnesota se permitió hasta disfrutar: «Qué hermoso lugar para tocar. Ojalá todas las noches fueran así». Como las fotos estaban prohibidas, Gabriel H. Walta lo dibujó

Miércoles, 14 de junio 2023

La palabra exacta sobrevoló el Generalife como en los sueños premonitorios de poetas y constructores de la Alhambra. Palabras, palabras y más palabras. Un caudaloso río de vocales y consonantes cayendo ordenadamente en cascada de la boca de Bob Dylan a los pies de Granada. ... Un río de 5.884 palabras al que, a diferencia del resto de conciertos de la gira, añadió guiños cariñosos con el público. «Qué hermoso lugar para tocar. Ojalá todas las noches fueran así», dijo casi al final, entre vítores y aplausos. En cualquier caso, Dylan entró, cantó las 5.884 palabras de 17 temas sin parar y salió. Sin embargo, la única palabra que no pronunció es la que se repetirá ahora y siempre, cada vez que alguien recuerde la noche en que el hijo de Minnesota obró el milagro.

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La entrada de Dylan en el escenario, posible gracias a la unión del Festival de Música y Danza y el Ciclo 1001 Músicas, y patrocinado por CaixaBank, sucedió en un parpadeo, en un susurro de pasos silenciosos. Un viejo soplo de viento sacudió las gradas del Generalife como un huracán manso e incontestable, como el lúcido toc-toc a las puertas del cielo del que sabe que los tiempos cambiaron con él. Vestido de negro, con camisa roja y rizos en verso, el Nobel de Literatura ya no duda ante el how does it feel?, y las horas de otros y sus opiniones le resbalan por los cantos rodados, like a rolling stone. Porque no, Dylan no volvió a Granada para entonar vidas pasadas. Más bien todo lo contrario.

Los cinco músicos rodearon a Dylan como si fuera la hoguera en una noche de cuentos

La banda se congregó en el centro de las tablas, dejando que corriera el aire por los lados. Quizás porque Dylan pertenece a la larga y vieja estirpe de los contadores de historias, los cinco músicos le rodearon como si fuera la hoguera en una noche de cuentos. Ninguno le quitó ojo en toda la velada, conscientes, quién sabe, de que en cualquier momento podía cambiar el paso y dejarse llevar por una lengua de fuego. Tal vez fue eso lo que pasó en los dos primeros temas, que se distrajeron y todo chocaba como cláxones en la autovía.

«Qué pasa conmigo, no tengo mucho que decir», empezó, con voz profunda y mortal, confesando que, a sus 82 años, toma café y mira el río fluir como el humo del tabaco. La primera canción, 'Watching The River Flow', se derramó por las butacas del teatro con la extraña sensación de que se evaporaba en el aire. Mil doscientos pares de ojos observaban a Dylan en su piano mientras buscaban en lo profundo del cerebro un botón rojo, un clic que grabase el recuerdo en una nube invisible a la que poder volver después. Los móviles quedaron apagados, desterrados y encadenados en unas bolsas de tela. Tampoco hubo cámaras de vídeo ni fotógrafos. Por eso, en este vasto y milenario océano sin faros, iluminado únicamente por la voz y las estrellas de Dylan, Gabriel H. Walta dibujaba.

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El juicio

Walta, granadino y greñúo, ganador del Eisner y uno de los artistas del cómic más admirados del mundo, seguía las órdenes de Dylan como uno más de la banda. Su mano era un borrón, un rasgueo sobre el papel que extendía la melodía con líneas y trazos. Como en los juicios americanos, Walta reproducía en su libreta la imagen que de otra manera no podría existir. Junto a los instrumentos había un reloj de arena goteando solo para él: cuando se agotara, el dibujo habría terminado.

Cartel de la gira, por Gabriel H. Walta.

La forma en que Dylan pronunció «multitudes» contenía infinidad de sonidos. Esta fue, sin duda, la primera gran canción de la noche, la que marcó el final del ensayo involuntario y puso las cosas en su sitio. Luego, con 'False Prophet', subiendo y bajando del piano, retó al mismísimo Dios con una risa canalla. Al empezar 'When I Paint My Masterpiece' ('Cuando pinto mi obra maestra'), Walta se vio obligado a entornar la mirada con una sonrisa cómplice. En ese momento, Dylan alargó intencionadamente el 'Spain' de «en una noche fría y oscura en las escaleras de España», provocando un aplauso en las butacas.

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Hacia mitad del concierto, coincidiendo con 'I'll Be Your Baby Tonight', se hizo de noche, lo que aumentó el poder de los sentidos: las luces brillaban más, olía a limones y hierbas, y nadie, absolutamente nadie tenía la tentación de sacar el móvil y estropear la velada. La verdad es que fue un acierto.

«Oh, yeah. Escucho todo lo que decís»

'Black Rider', 'My Own Version of You', 'Key West', 'That Old Black Magic'... El repertorio no tuvo sorpresas, fue el esperado de la gira 'Rough and Rowdy Ways'. Aunque, entre medias, se permitió responder a los saludos del público con un «oh, yeah. Escucho todo lo que decís». Antes de acabar, presentó al resto de la banda y, demonios, parecía que disfrutaba. Incluso se podría decir que estaba de buen humor, lo que no deja de tener cierta malafollá intrínseca.

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Arena fue, precisamente, la palabra 5.884. «Estoy colgando en el filo de la realidad, como cada gorrión que cae, como cada grano de arena». El reloj agotó su tiempo, el público se levantó y aplaudió, la libreta de Walta se cerró y el escenario se consumió como un agujero negro.

Dylan, en el centro, con el resto de la banda. Dibujo realiado durante el concierto en el Generalife, por Gabriel H. Walta.

Tras la ovación final, con el vacío, la memoria rastrea en la nube en busca de 'Mother of the Muses', una de las canciones más bellas de la noche, en la que soltó aquello de «qué hermoso lugar para tocar. Ojalá todas las noches fueran así». «Madre de Musas, canta para mi corazón -dice la canción-. Canta por un amor que se va demasiado pronto, por los héroes que estaban solos y cuyos nombres quedan grabados en tablas de piedra. Héroes que lucharon con dolor para que el mundo pudiera ir libre. Madre de Musas, canta para mí».

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¿Quién es esa Madre de Musas? Quizás sea la misma musa del Alfa y del Omega, de Cohen y de Morente, del verde que te quiero verde y de las cinco en punto de la tarde. Quizás sea Federico García Lorca, nombre grabado en piedra con tanto dolor para que el mundo sea más libre. El mismo Federico que provocó, sin querer, que Dylan pidiera hace años cantar aquí, donde otros antes que él soñaron la Alhambra. Un sueño que solo podrían vislumbrar unos pocos, aquellos que entendieran la esencia eterna de Federico. Una esencia condensada en una palabra. Su palabra. La palabra de seis letras que Bob Dylan no pronunció y que, sin embargo, sobrevoló el Generalife. La palabra que no se explica ni se entiende, pero que obra el milagro. Duende.

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