Domingo es taxista y en su coche se escucha música. «Pero música de verdad, con todo el respeto, al menos lo que yo entiendo que es música», dice mientras Supertramp se cuela por las rendijas de la radio. «O música que entiendo, mejor dicho, porque ... al otro es que no lo entiendo», sonríe moviendo la cabeza arriba y abajo al ritmo de 'The Logical Song'. Esta noche, Domingo conduce hasta la Plaza de Toros de Granada como un civil, sin más pasajeros que su mujer. «He perdido la cuenta de las veces que he visto a Miguel Ríos en directo. ¿Cómo íbamos a faltar?».
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Cuando Miguel Ríos canta «¡Bien-ve-ni-dos!» todavía es de día, lo que evidencia aún más que los aliados de la noche llevan demasiado tiempo faltando a la cita. Fernando está jubilado y salta que da gusto verlo, con su melena blanca al viento y su cerveza fresquita salpicando como las olas del mar. Hay otros, padres que han dejado a sus hijos pequeños en casa, que le miran con cierta envidia. «Tienen la misma energía, ¿de dónde la sacan?», pregunta él, que anoche se despertó a las cuatro de la mañana porque la niña tuvo una pesadilla. «Ya llegaremos», responde ella, mirando a Miguel y a Fernando.
Carlos Cano toca la guitarra alegre en la Plaza de Toros, con una pelambrera afro que parece de los Jackson Five. Está al sol, con la piel tostada y la sonrisa cómplice. Y, maldita sea, proyectado en la enorme pantalla del escenario parece que está vivo, ahí mismo, cantando 'La murga de los currelantes'. Qué bonito, joder, cuando dice «que haya cultura y prosperidad» y el escenario se va a negro y el público aplaude tan fuerte que se escucha hasta en el 19 de diciembre del año 2000.
Agustín Rodríguez Ampudia va de blanco celestial, con su carismático crucifijo pardo colgando del cuello. El resto de la banda viste de negro, otorgándole toda la luz, todo el cariño, todo el protagonismo a el fundador de Los Ángeles. Agustín, 'el 14', se planta con su guitarra en mitad del escenario y otea el horizonte. Enfrente está el público de la plaza, pero da la sensación de que él ve más allá, de que atraviesa con su mirada vidriosa la marea que corea su nombre y encuentra por ahí arriba a Poncho, a José Luis y a Carlos. Agustín, que casi suma los 80, se lleva las manos a la cara y se tapa los ojos así, como cuando el destello es muy fuerte o como cuando no quieres que te vean llorar.
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De repente, Miguel Ríos aparece en el escenario y canta con sus amigos. Parece una de esas series que intenta imaginar universos paralelos en los que todo hubiera sido de otra manera. Qué extraño y qué hermoso verle interpretar 'La torre de la Vela' con 091, 'Nuevo Harlem' con Lagartija Nick y 'Errante' con Niños Mutantes. Al terminar su parte, Eric Jiménez, que ha tocado como si fuera el último concierto de su vida, lanza las baquetas al aire y sale disparado a por Miguel. Le echa el brazo por encima de los hombros y en el gesto se lee un «lo hicimos».
El Gran Wyoming está sentado en uno de los laterales, con Sandra Sabatés. Antes de que Miguel lo mencionara desde el escenario, para saludarle, nadie sabía que estaba ahí, justo detrás de un luminoso de perritos calientes que le hacía prácticamente invisible para todos, excepto para los que hacían cola en los baños portátiles. «Ese se parece a Wyoming», dice uno. «Qué dices, hombre, Wyoming estaría en un palco privado», le responde otro. «Pues te digo yo que ese es Wyoming», insiste, sacando el móvil para hacerle una foto con el zoom. Pero lo único que se ve es el luminoso de los perritos calientes. «Estos famosos se las saben todas», se lamenta.
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Hay un tipo que se ha pasado todo el concierto gritando «¡que cante Miguel Ríos!» o «¡hemos venido a ver a Miguel!». Cuando el rockero regresa al escenario, después de las bandas amigas, interpreta su mítico «y todo a pulmón» alzando el puño, como si diera golpes en el cielo. «¡Comunista! ¡Eso es lo que eres!», grita ahora el que antes pedía que saliera a cantar. Miguel recuerda que todo esto es por la fundación de la que todos los presentes, el público, son ya patronos. «¡Ya estás con las subvenciones! ¡Caradura! ¡Que eres un caradura!», exclama otra vez. Por suerte, una señora que hay a su lado le responde con gracejo: «A ver, imbécil, ¿para qué has pagado la entrada?».
«Estoy como Joaquín Sabina en su mejor momento», bromea Miguel Ríos pasadas las doce de la madrugada. «Pensad que estáis en un karaoke y yo hago el playback», guiña al público antes de entonar 'Santa Lucía' que, efectivamente, canta todo Dios. «Las canciones existen por vosotros», dice agradecido. Cuando llega el turno de volver a 'El río', esa canción que es la metáfora de la vida, del paso del tiempo, del niño y el anciano encontrándose al meter los pies en el agua, aparece en el escenario Lua Ríos, la hija. Y cantan juntos, mirándose como tantas otras veces, sabedores de que este es, otra vez, el crepúsculo de los Ríos.
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Javier Ruibal está en primera fila y Miguel Ríos lo espera. «Venga, Javier, sube aquí a cantar conmigo». El músico, ganador del Goya con 'Intemperie', le presta su vozarrón al granadino y juntos hacen una suerte de aquelarre hipnótico que se mezcla con una cariñosa ovación con la que miles de granadinos abandonan la Plaza de Toros. «Hasta la próxima», se escucha en el bullicio.
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