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El número cuatro
Relato de verano

El número cuatro

Juan Miguel Ossorio Serrano

Jueves, 29 de agosto 2024, 00:05

Eran cuatro jóvenes universitarios –tres chicos y una chica– que solían reunirse los fines de semana en el apartamento de cualquiera de ellos para tomar unos cubatas, hablar de sus cosas y reír a la menor ocasión.

En eso estaban una noche de viernes. Era ya muy tarde y habían dado cuenta de un par de botellas de ginebra y de todas las tónicas y colas con las que el anfitrión se había aprovisionado. Alguno dormitaba en el sofá, bostezando con los ojos enrojecidos y cara de cansancio.

–Son cerca de las tres y media; creo que es hora de retirada –comentó, con voz desvaída, Pascual. Los otros se miraron entre sí al tiempo que consultaban sus relojes.

–Sí, yo al menos me voy. Estoy muy cansada y es tarde –acertó a decir Paloma, mientras se componía el pelo y apuraba su gin-tónic.

–¡Esperad joder, que mañana es sábado y no hay que madrugar! –protestó Daniel.

–Un momento –espetó Enrique, muy serio, mientras apagaba su cigarrillo–. Antes de que nos vayamos, quiero deciros algo que me viene rondando la cabeza.

Enrique era un personaje muy peculiar: culto y muy inteligente, en el grupo era frecuentemente motivo de chanza por sus ideas y teorías acerca de todo lo divino y humano. Convencido de la reencarnación, aspiraba a ser en otra vida un caballo salvaje, de los que trotan libres por los montes asturianos. Por eso, su anuncio despertó cierta expectación.

–¿Alguno de vosotros ha visto alguna vez un número pintado en un muro, en una columna o en una pared? –preguntó a los otros, provocando que estos se mirasen incrédulos, sin saber a qué se refería.

–¿Un número dices? ¿Un número cualquiera? –inquirió Daniel.

–Sí, un número –fue toda su respuesta.

–Bueno, pues... Sí, a veces… En ocasiones he encontrado en alguna pared una fecha, como recordatorio de cierto acontecimiento… Creo que todos hemos visto alguna vez algo así –fue la contestación de Daniel. Los demás asintieron.

–No, no. Yo me refiero a un número, a un solo número, en un muro, fachada o pared, y sin motivo alguno. ¿Habéis visto alguno? –volvió a preguntar, escudriñándolos a todos por encima de sus gafas. Los demás lo observaron después de mirarse entre sí, negando con la cabeza.

–No, creo que no. Vosotros tampoco, ¿verdad? –dijo Daniel, dirigiéndose al resto.

–Pues bien –continuó Enrique–, ciertamente debe resultar muy extraño encontrar un número, un solo número, pintado en algún sitio y sin razón alguna que lo justifique. Yo nunca había visto cosa semejante, pero anoche, como no podía conciliar el sueño, dándole vueltas al coco, tuve un extraño presentimiento que quiero comunicaros; sois mis amigos y entre los que estamos hoy aquí anda la cuestión. Escuchad bien, porque estoy seguro de esto que os voy a decir: cuando cualquiera de nosotros, y yo me incluyo, se tope con un número, con un solo número, escrito en cualquier lugar de una calle cualquiera, sin nada que lo justifique, y ese número sea el cuatro, ¡Oid bien: el cuatro!, que se ande con cuidado, porque un grave peligro lo acecha. No lo olvidéis: ¡El cuatro!

Los demás volvieron a mirarse incrédulos y con unas medias sonrisas, sin saber qué decir, mientras Enrique muy serio seguía mirándolos fijamente.

–¡Vamos, hombre! ¡Pues gracias por el aviso! ¿No serán los extraterrestres? ¡Vaya con el número cuatro…! –Tales fueron los comentarios del resto, mientras se levantaban de sus asientos, dispuestos a disolver la reunión. Naturalmente, ninguno se tomó en serio aquella extraña advertencia.

Todos terminaron sus estudios y cada uno tomó su propio rumbo. Aunque conservaron aquella amistad de juventud, apenas tenían noticias los unos de los otros. Por supuesto, la extraña premonición de su amigo Enrique había quedado totalmente en el olvido, envuelta en la nebulosa que empaña los recuerdos más pretéritos.

Daniel era médico residente en un hospital del levante español. Como vivía en una urbanización en las afueras de la ciudad, se trasladaba hasta su trabajo en el metropolitano aprovechando que cerca de su domicilio había una parada, a la que tardaba muy poco en llegar. Para acceder a ella, debía cruzar por debajo de un paso elevado de la avenida sustentado por unos grandes pilares de hormigón, salvado el cual, al otro lado y una vez cruzadas las vías, estaba la parada de su medio de transporte.

Una mañana, como siempre, tomó el camino hasta la parada. Caminó sin prisas porque estaba al tanto de los horarios y sabía que contaba con tiempo suficiente. Por eso, iba distraído disfrutando de aquel agradable paseo matutino. Pero al cruzar bajo el paso elevado, casi imperceptiblemente, algo llamó su atención; algo que atisbó por el rabillo del ojo, casi de pasada, y que le produjo una sacudida en las entrañas: en unos de aquellos enormes pilares de hormigón, alguien había escrito con burdos brochazos negros un número, el número cuatro; precisamente el número cuatro. Se giró hasta dar la cara al 'grafiti', parando en seco sus pasos. De inmediato vino hasta su mente esa noche de hacía tantos años, cuando su amigo Enrique les contó aquella extraña premonición que todos tomaron a chanza. Un sudor frío perló su frente. «¡Qué tontería, no es más que una casualidad; joder, serénate, que no eres un niñato», pensó para sus adentros, mientras guiaba sus pasos de nuevo hacia el otro lado de las vías, donde había de tomar el vagón de su línea. Trastornado y secándose el sudor de la frente, se volvió desde la distancia para ver otra vez aquel dígito, aquel número cuatro, que parecía gritarle desde el pilar.

En el estado en que se encontraba, al cruzar las vías no pudo ver el tren que venía en sentido contrario. El maquinista declaró más tarde, entre sollozos, que le había sido imposible evitar el atropello; que aquel hombre se había puesto materialmente delante de la máquina sin darle tiempo a reaccionar.

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