![La ocurrencia del doctor Paredes](https://s3.ppllstatics.com/ideal/www/multimedia/2023/08/08/paredes-k8HC-U2009573610727qF-1200x840@Ideal.jpg)
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Esteban Torres Sagra
Lunes, 7 de agosto 2023, 23:42
Para un hombre así, criado entre vides, acostumbrado al aire con aroma a romero de la sierra próxima a nuestro pequeño pago y a vivir siempre a la sombra de las carrascas, risueño y alegre por genética desde que yo lo recuerdo en mis primeros ' ... flashes' infantiles..., la idea de una residencia, por muy atractiva o práctica que nos parezca a las hijas, por mucho lujo que atesore, para él representa, estoy segura, la imagen inequívoca de un campo de concentración.
Nos costó tomar la decisión de internarlo, como a todas las familias que se ven en esa tesitura, supongo. Antes probamos a turnarnos, mi hermana y yo, sacrificando tardes, noches y fines de semana; después contratamos a una enfermera que lo atendía en turnos de mañana y noche. Más tarde, algunas evidencias nos demostraron que no podía quedarse solo sin suponer un peligro evidente para él y para la casa. Así que nos vimos en la obligación de aumentar con otra ayudante sus cuidados, pero, incluso con las dos, su demencia galopante y el trabajo absorbente de mi hermana y el mío, al que cada vez le dedicamos más horas, amén de nuestros hijos y maridos respectivos, nos hicieron subir otro escalón en el empeño de cuidarlo lo más dignamente posible. Por eso iniciamos una búsqueda sin tregua en Internet, cada una por nuestro lado. Nuestro objetivo: hallar un lugar, lo más cercano posible, que cumpliese con nuestras expectativas.
Estuvimos navegando por las redes en busca de un establecimiento atractivo que completase la mayoría de nuestros requisitos y cuyo ambiente familiar no le supusiera un deterioro demasiado rápido de su estabilidad mental y emocional. Tras arduas sesiones interminables y cruces de mensajes entre nosotras, poniéndonos al día de los hallazgos, las dos nos decantamos por un alojamiento en el que las fotografías y la carta de servicios cumplían casi todas nuestras exigencias.
Hicimos todo lo posible para que su habitación diera al campo, lo cual no sería factible, según nos aseguró la directora del centro, hasta que alguno de los residentes más antiguos abandonara su estancia por decisión de la familia o por designio divino.
No obstante, no es eso lo que le ha quitado su habitual optimismo y su pasión por la vida, que era lo que nosotras pensábamos las primeras veces que vinimos a visitarlo y comprobábamos cómo se iba acentuando su decrepitud, sobre todo de ánimo, en cada viaje; hasta tal punto que nos planteamos el cambio de residencia a la vista de su estado, sin entender muy bien el porqué de aquella desidia que se había apoderado de él desde el ingreso y que nadie nos explicaba convincentemente. Luego me di –nos dimos– cuenta, tras observar con más detenimiento y pararnos a escuchar a quienes lo cuidaban cada día, que lo que peor llevaba no era la reclusión en aquella cárcel dorada, el auténtico motivo de su desazón lo constituía «el jarabe para la tos». Por inaudito que suene, esa toma diaria se había convertido en el estigma más insoportable de su estancia. En sus ratos cuerdos, que no eran muchos, por desgracia, decía, con cara de asco, que aquello sabía a diablos: «a demonios apestosos y a huevos podridos», exactamente. Él, que ha tenido siempre un paladar exquisito para los caldos, ahora no era capaz de libar aquel medicamento, al parecer amargo y de textura granulosa y nauseabunda. Además, el principio activo que compone el dichoso remedio no consigue remitirle la tos en absoluto y, lejos de mejorar su salud, la está convirtiendo en crónica.
Cuando comprendimos que, por lo demás, se encontraba a gusto y que el trato que le dispensaba el personal era inmejorable, tuvimos la ocurrencia de regalarle tres cajas de nuestro mejor vino a la directora, con la idea de que las repartiera entre sus empleados. Tras el detalle, hemos estado muy ocupadas y han transcurrido más de veinte días sin venir a verle.
Lo primero que nos ha sorprendido en la visita de hoy ha sido su cambio de actitud y que pregunta con insistencia cuándo le toca su dosis de jarabe. La enfermera, al observar nuestra perplejidad por su radical entusiasmo con el potingue, y tras volver a oírle reclamar con impaciencia, casi con ineducación, su ración de medicamento, ha sonreído pícaramente como preámbulo a la revelación del secreto que guardaba y que estaba deseando compartir con nosotras, aunque le daba la emoción de una presentadora de concursos televisivos. La interrogamos sin palabras, yo con la mirada y Lucía con un encogimiento de hombros, y ella nos cuchichea al oído que el doctor Paredes, en realidad, le ha recetado una copita del vino que les obsequiamos en sustitución del mejunje. Según la chica, el médico ha sopesado que a lo mejor no era mala idea suministrarle un placebo que fuera de su agrado. Y que pensó en el vino, en nuestro vino, poniendo también a prueba si aquel sabor familiar y querido ayudaba en su mejoría como establecen algunos estudios recientes sobre enfermedades mentales.
Indignadas, nuestra primera reacción ha sido presentar una queja formal, por escrito, ante la dirección de la residencia contra el galeno demagogo, el tal doctor Paredes, pero cuando íbamos a hacérselo saber, tras ver a mi padre con noventa y cinco años tomar «su medicina», ser testigos de cómo se transforma su rostro en la imagen viva de la felicidad y le vuelve la alegría a sus muchas arrugas, como vuelve el agua tras una lluvia torrencial a inundar un cauce seco, hemos sonreído satisfechas para los adentros y entendemos –y compartimos, tras la primera reacción en contra– la filosofía humanista del licenciado. Evidentemente, su alegría es nuestra alegría y el mejor disolvente de ese grumo de culpabilidad que ha estado flotando en nuestras conciencias desde que lo trajimos a la residencia.
–Y además… –nos dice la enfermera, con mucho entusiasmo, que sigue hablándonos bajito muy cerca de los oídos y haciéndose la interesante–, desde que lo toma, ¡ya no tose!
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