Federico R. Martín Alonso
Martes, 20 de agosto 2024, 23:58
«En la tribu en que morare el extranjero, allí le daréis su heredad»
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Ezequiel 47,23
A menudo se olvida, sucumbiendo a la viveza llamativa del reclamo, extraviados en las posibilidades metafóricas que ofrece la recursividad de su anidamiento, o satisfechos por la certera ... evocación de una Rusia imaginada, que el verdadero mensaje que las 'matrioskas' albergan (símbolo como son, por otra parte, de una maternidad indeclinablemente fértil que aquí se impugna) es un vacío culminante e íntimo, progresivamente acotado por la promesa de escondidas muñecas sucesivas y habitante en el interior de la última figura, de igual modo que el huero seno desencadenante de nuestra ineluctable vocación de suplentes en la paternidad se envuelve frecuentemente, en la memoria de aquellos días, de una policromía estampada.
I
San Petersburgo aparece luminosa al albor de nuestros miedos. La cúpula dorada de San Isaac, recubierta del veneno iridiscente que derribó a tantos esclavos, quizá próximamente emparentados ancestros de nuestras incompletas familias, deslumbra los ingenuos paseos de un puñado de matrimonios de descendencia descabalada: por la Nevski Prospekt hasta el Almirantazgo, Santa María de Kazán a un lado, la máscara manierista de la Sangre Derramada, y vuelta hasta el hotel Moscú, frente a tapias monacales rondadas por popes de una oscuridad indumentaria para nosotros ya desusada.
Deambulamos dóciles, cómicamente travestidos en risibles viajeros románticos de nuestro tiempo, acechados, como aquellos decimonónicos fantoches en la Granada de origen, por un bandolerismo serrano de cicatera y hambrienta maldad que yo adivino en ojos claros multiplicados por las calles, en el hotel, en el hospicio infantil, indefectiblemente fijos sobre los detalles, para nosotros imperceptibles, que nos hacen remotos y vulnerables.
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Cuán inconscientes de nuestra incapacidad para lo que vendrá, cuán ignorantes del peso de la culpa que en ocasiones habremos de disimular ante nuestra postiza estirpe.
II
Viajamos a recitar nuestra plegaria civil al juzgado de Kronstadt, cualquier error será pulido antes de verterse a un ruso hostilmente vernáculo. Nuestro inevitable mediador en destino, llegados a la posición de un aterido policía de carretera, acelera el vehículo, inidentificable por la nieve que sacude el piso a su desafiante marcha. Apura la provocación en lo que nos parece otro mensaje de autoridad. Estamos en sus manos, envueltos por el mismo puño que ayer golpeó la mesa acallando mis quejas, agravadas por una traducción impaciente, contra una burocracia incomprensible que inviste al chófer con un poder decisorio sobre nuestra esperanza.
Acerca de la trabajadora social, que nos acompaña y en nada apoya con su apariencia tales sospechas, extiendo una presunción personal de corrupción: la imagino negando los medios materiales de crianza a la familia biológica de los niños, desencadenando así un lucrativo engranaje en el que es fácil racionalizar la ganancia para todos (mediadores, funcionarios, cuidadores, jueces, adoptantes, hosteleros, psicólogos, pilotos y azafatas de tierra y aire, taxistas, fabricantes de ropa térmica, traductores, psiquiatras) al irrisorio precio de rendirse a la calumnia de un alcoholismo determinista, maldición imborrable del linaje, que se traslada entre generaciones como un implacable patronímico.
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III
La alfombra deja a la vista un áspero suelo de madera irregular inabordable por unos pies descalzos, extravagantes incluso en cualquiera de los niños que, en perenne pijama de franela, vemos desaparecer a nuestra llegada en otras salas de la casa–cuna que nos están vedadas. Autodidactas en la emulación, a poco que me rezague interpelan con un vocativo reiterado, 'papa'. Aun disimulada por Circe entre el insuficiente pertrecho una soga, la odisea de la adopción se navega sin mástiles.
Una caldeada estancia de ventanas volcadas a la oscuridad total de la tarde será el escenario exclusivo, a solas, de los primeros encuentros con los que, en dos indeterminables modos distintos, consideramos ya nuestros hijos. Para ellos la ocasión es altamente valiosa, quiebra el tedio y propicia el encuentro entre hermanos, corrientemente separados por razón de sexo y edad. Estúpidamente nos decepcionamos cuando, debilitada la novedad, que se nos ha prohibido reactivar con ayudas exteriores, los niños desatienden la trascendencia inaugural del momento, protestan, desafían o, directamente, emprenden, perseguidos e irreprensibles, camino a las escaleras.
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Llegado el día, los dos críos se entreveran con sus sobrevenidos padres sobre el asiento trasero. Visten, soñolientos, ropas de otro tiempo que, nos han insistido, hemos de devolver. Pienso, mientras los observo en un trayecto ya sin retorno, en la fría humedad que deben haber acogido el paño y la lana en el breve acceso al coche desde el orfanato. Han debido mojarse bajo el aguanieve, desmañadamente asidos por la pareja adoptante, tantas veces remedada en su torpeza a los ojos, de un brillo inadvertido a nuestra ansiedad, del par de cuidadoras fatalmente rezagadas. Una primera responsabilidad exclusiva (abrigarlos, cambiarlos, protegerlos) derrumba una infinita profecía de obligaciones sobre nuestro futuro.
IV
La enorme cristalera domina desde el aeródromo de Domedédovo una ininterrumpida riada de acero y humos oscuros pugnando en su lento discurrir con la nieve sucia: una vidriera uniformemente gris abierta al templo cuboide en el que miles de viajeros profanan al persignarse diariamente la fe de los Viejos Creyentes.
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La cola se forma al fin a la llamada luminosa de los monitores. Volvemos a España. Dos policías inabarcables ('¡milítsiya!') nos interceptan secamente. Acude al recuerdo otro tópico improcedente según el cual en Rusia la adustez es signo indispensable de eficacia laboral. Quieren acreditar que los niños son ya nuestros hijos, buscan el aglutinante civil de nuestra vocación culminada. Reparamos en que por primera vez contrastamos sin presencia de mediadores interesados la validez testimonial de los arcanos cirílicos que hemos aceptado crédulos.
Al pie del avión de 'Siberian Airlines' se abre silenciosa una marea de rostros inexpresivos que después espera, en una impaciencia secreta, que ascendamos la escalerilla. Ya a bordo me asalta una imagen desde entonces amortizada en su daño: permanezco en pie en la consulta de reproducción asistida, a una distancia corta pero gélida de mi mujer, a la espera ambos de que la exploración del urólogo alumbre orígenes para una azoospermia radical confirmada en reiteradas humillaciones clínicas.
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