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En este año se cumple el centenario del estreno de 'El retablo de Maese Pedro', una de las obras cumbres de la producción musical y escénica del compositor gaditano más granadino, Manuel de Falla. Un encargo recibido por este a instancias de la princesa de Polignac. Para Paolo Pinamonti, director del Archivo que lleva su nombre, «esta obra marca al compositor como uno de los grandes artistas de las vanguardias europeas de la primera mitad del siglo XX». Pinamonti destaca que fue una obra de gran éxito desde el primer momento: tras su estreno en París llegó a Nueva York o Argentina en pocos años, y fue muy valorada por sus contemporáneos. En ella estiliza su idea de la conexión con la tradición española, y se inserta en un camino en que la renovación del lenguaje musical se acompaña con la atención a la música antigua. «Se habla incluso de una fase neoclásica, pero quizá sea una palabra errónea. En el caso de 'El retablo', merced también al encuentro con Wanda Landowska, se recuperan los instrumentos antiguos para avanzar en una nueva investigación en torno al lenguaje musical contemporáneo», destaca el musicólogo. «También supuso una reivindicación de la identidad nacional, ya que 'El Quijote', el libro en el que se basa la obra, es inequívocamente española».
Desde el punto de vista escénico, 'El retablo', afirma Pinamonti, ofrece múltiples posibilidades y juegos. «Encaja muy bien con la idea de la marioneta, clave para el teatro del siglo XX, y arroja, al mismo tiempo, otra lectura, derivada del momento histórico, y que tiene que ver con el hombre como marioneta de los poderosos y como víctima de la deshumanización. Con 'El retablo', Falla nos invita a investigar sobre quiénes somos».
Musicalmente, la obra lleva consigo una reinvención de la orquesta barroca, con recuperación del estilo concertante y dos grupos de instrumentos que dialogan, con el clave y el arpa como centros de gravedad. Cada compás supuso a Falla un considerable tiempo de trabajo. No hay que olvidar que el contacto con Polignac se inició en 1918, el contrato se firmó en 1919 y la obra no se estrenó hasta 1923.
Una de las particularidades más interesantes de 'El retablo' es el perfil de su mecenas. Winnaretta Singer, propietaria de la empresa de máquinas de coser homónima, se casó con el príncipe de Polignac en lo que se designaba eufemísticamente como 'bodas blancas', es decir, sin consumación, por apariencia, ya que ambos eran homosexuales. Sin embargo, aquel matrimonio sí que otorgó beneficios a ambas partes: Singer comenzó a frecuentar, del brazo de su esposo primero y luego como viuda, los más selectos círculos musicales parisinos, mientras que su marido, gracias a la considerable fortuna aportada por Singer, pudo inyectar fondos a su precaria cuenta bancaria. Polignac encargó varias obras además de 'El retablo' a autores como Satie, Stravinsky, Castelnuevo-Tedesco, Taillefer o incluso Cole Porter.
La relación de Falla con la princesa de Polignac fue, sobre todo, comercial. Es decir, nunca fueron amigos. En cuanto al pago por sus servicios, el maestro recibió por 'El retablo' la suma de 4.000 francos, repartida en varios pagos durante el proceso compositivo. Con todo, el paso del tiempo hizo que hubiera cierta simpatía entre ellos, lo que motivó una visita de la princesa, que, como ha podido comprobar IDEAL, y en contra de lo que algunas teorías habían mostrado hasta el principio, no tuvo lugar en 1919, sino en el verano de 1922, muy probablemente después de que finalizara el Concurso del Cante Jondo. Un texto de la propia princesa mecanografiado en inglés en 1942 soporta, prácticamente sin lugar a dudas, esta hipótesis. Una vez más, se demuestra la capacidad de Falla para las relaciones públicas.
Pinamonti asegura que, a pesar del carácter serio, profundamente religioso, de Falla, que casaba poco con los ambientes mundanos y frívolos en los que se movía la Polignac, ambos se sintieron muy unidos por el amor a la música. Gracias a Ricardo Viñes, amigo de esta, entraron en contacto, y el músico recibió el encargo de una obra de cámara, 'El retablo', concebida, sobre todo, para ser interpretada en el salón de la princesa. Desde el punto de vista crematístico, al compositor español le vino muy bien dicho encargo, a pesar de que ya había obtenido cierta notoriedad y respeto por parte del público y sus contemporáneos, que demandaban sus obras y, como Castelnuovo-Tedesco, ensalzaban sus virtudes como creador.
Entre los asistentes a la velada del estreno de la obra estuvieron presentes, además de las firmas más prestigiosas de la crítica musical francesa, desde Émile Vuillermoz hasta Roland Manuel, artistas como Igor Stravisnky, Pablo Picasso, Darius Milhaud, Henri Sauget, Paul Valery, Henri de Régnier, Francis Poulenc o José Maria Sert, entre otros. A partir de ahí, aquella obra que vio la luz por primera vez en su formato escénico un 25 de junio de 1923, en los albores del verano, fue demandada y representada en lugares como Zúrich, Venecia o Londres. Y un siglo después, sigue deleitándonos.
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