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Dice el experto y coleccionista Juan Alfonso Contreras a propósito de Rosa Brun en su obra 'Andalucía Contemporánea. 73 artistas' que esta creadora «trabaja con la materia del universo, con el cosmos, con el vacío, con lo que hay más allá de lo que vemos, con la nada, creando obras arquitectónicas que invaden los espacios en los que habitan». Porque, como dice Contreras, existe otra forma de habitar una superficie con la mirada. Del vacío al todo, de la inanición de los sentidos hasta la saciedad que no pesa. En estas coordenadas se mueve esta mujer que ha vivido al margen de modas y pintando a su modo, acreedora de un prestigio y cotización envidiables. Nacida en Madrid en 1955, continúa ofreciendo docencia en la Facultad de Bellas Artes –por desgracia para sus alumnos, por poco tiempo ya– y nunca ha tenido prisa por ser ni por llegar. Fue precisamente la puesta en marcha de la Facultad de Bellas Artes lo que la trajo a Granada hace cuatro décadas, las mismas que prácticamente han transcurrido desde su primera exposición individual, en 1985. Poco ha cambiado desde entonces, según propia confesión.
«Cuando se convocó la plaza de profesor en Granada, lo entendí como una gran oportunidad. Entramos a la vez Pedro Osakar, que venía de Pamplona, y Santiago Vera Cañizares y yo misma, de Madrid. Me quedé encantada con la ciudad, aunque las comunicaciones eran nefastas. Me pareció que venía a la España profunda», afirma. Preguntada, con la perspectiva que da el tiempo, a propósito de si esta Granada ha ganado o a perdido, dice que un poco de todo. «Ha perdido espacios como la vega, que era maravillosa. Y ha ganado en cuanto a modernidad y desarrollo tecnológico. La Universidad ha crecido mucho, atrayendo a un alumnado cada vez más numeroso, y se ha incrementado también el potencial investigador».
Brun fue testigo, precisamente, del nacimiento de una Facultad, la de Bellas Artes, que vivía una diáspora entre centros –Filosofía y Letras, Ciencias, Arquitectura Técnica, Farmacia– que terminó con la instalación en el antiguo psiquiátrico. «La primera exposición en la que dimos a conocer el trabajo de los alumnos egresados la hicimos, precisamente, en los pasillos de Filosofía y Letras, y fue extraordinaria, porque la propuesta fue muy potente desde el punto de vista visual», recuerda.
Concretamente, cuando habla de educar la mirada, la artista dice que ello tiene algo de genético. «Desde la infancia, aprendes a sentir lo que hay alrededor. Mis padres eran de un pueblo de la sierra de Madrid, y para mí el hayedo era poco menos que el jardín de las delicias. La naturaleza fue mi maestra, y la perfección que transmite, a una persona sensible, es capaz de otorgarle una felicidad total». La naturaleza también fue clave para entender su concepto del espacio, que no se ciñe a las paredes de un museo. «Las obras deben estar en las mejores condiciones de visión. Deben entenderse como un bien social que crea valor y que define un país. Museos y centros de arte no solo deben custodiar las obras, sino darlas a conocer, si quieren dar a la cultura el lugar que debe ocupar».
En una época en que lo excesivo está de moda, Brun ha optado por el minimalismo. «No me planteo mi arte como un medio para sacar réditos, sino como lo más excelso en la vida de un individuo. He sido fiel a mis planteamientos, he hecho una obra ajena a modas generacionales. Considero importante mantener un planteamiento emocional, una conexión con el espectador que provoque una evolución en este». Tampoco es deudora de un mercado que, a veces, no deja lugar al idealismo. «Seguiré siendo quien soy hasta que me muera, es mi forma de ser fiel a mí misma. Como dijo Víctor Nieto Alcaide en su discurso de contestación al mío cuando entré en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, vivo en un mundo ideal, creado por mí, y que ha perdido las coordenadas para adentrarse en un orden interior más profundo».
Recuerda Rosa Brun que sus primeras ventas le provocaron un cierto sentimiento de autotraición. «Disfruto tanto creando que cobrar por ello me pareció una bajeza. Hoy no tanto, porque te acostumbras a ese rol de vendedora. Pero vender me sigue pareciendo una contradicción entre algo impagable y los parámetros del mercado». Estos parámetros, afirma, van a veces más allá de lo económico, entrando en los intereses político–sociales. «Esto da como resultado que el artista se disuelve en una suerte de magma que no es arte, es otra cosa», destaca.
Con ocasión del inminente cuadragésimo aniversario de su primera exposición individual en Badajoz, reflexiona sobre su trayectoria y afirma con humor: «Me pese a mí o no, sigo siendo la misma. Creo que es algo genético. He mantenido un hilo de entusiasmo, interés por todo, alegría ante lo que sucede, que no es común. Mantener ese ritmo no me ha costado; quizá me ha sido más difícil evitar que ese 'yo' interior se parcele. Creo que esa luz que tanto admiro en la naturaleza se ha quedado en mí». Esa «pulsión anímica» que le ha llevado a la excelencia se mantendrá intacta, asegura, mientras viva.
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