No se estila, ya sé que no se estila, pero antes en las casas normales la comida de mediodía se comenzaba a preparar muy de mañana, de tal forma que, tras el desayuno, ya se comenzaba a oler por toda la casa la preparación del ... primer y único plato del día. En la mía, mis hermanos y yo jugábamos a acertar qué estaba guisando la abuela, porque algunos olores eran parecidos y llamaban a confusión.

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Con el olor a cocido, por ejemplo, había que ser un experto para adivinar si se trataba de un puchero al uso, con sus garbanzos, patatas desgajás y su pringá, o si, por el contrario, se trataba de una especialidad de la abuela que era el puchero de coles, con su aroma característico. Otras veces nos engañaba a todos porque nos hacía un puchero que había aprendido de su cuñada 'La Chata' en su cueva del Sacromonte. Y es que a todo lo habitual del cocido le echaba unos fideos gordos de cazuela y unas habas frescas de temporada. Aquel cocido no se lo saltaba un gitano con alpargatas nuevas. Después de la comida, la sacábamos a hombros por todo el Albaicín, aunque en los últimos años lo hacíamos a la sillita de la reina.

De mi abuela Juana yo podría escribir no un libro, sino varios. Aquella mujer de raza que, sin saber leer ni escribir, no se equivocaba en las cuentas y sobrevivió a la República y a la guerra del 36, sin estar en ningún bando. Que lo único por lo que luchó en la vida fue por sacar a su familia adelante, levantándose todos los días a las cinco de la mañana para ir a trabajar, siguiendo la jornada en tres habitaciones donde vivíamos todos sus hijos, su yerno y su nieto que era yo. Y la pasión de mi abuela siempre fue la cocina al mejor precio. A la fuerza ahorraban.

Un milagro con pocas pesetas

Éramos tantos en casa que la administración era lo suyo. Cuando alguna mañana se dirigía a 'La Guifa', nos poníamos todos contentos porque ese día no utilizaríamos la cuchara sino el tenedor. La abuela volvía con unas morcillas de lustre en su cesto de esparto que, después, se convertían en sangre encebollada o con tomate. Un plato solo al alcance de los elegidos. Dominaba como nadie el asunto de la casquería y la guisaba que quitaba todas las «tapaeras del sentío». Imposible olvidar su lengua de vaca estofada, merecedora sin duda de alguna estrella Michelin. Y no digamos nada de su asadura encebollada, que en su ausencia yo busqué en alguna ocasión en ventorrillos acreditados como Las Perdices, en Las Conejeras, y ahora la degusto en Castañeda con su sabor tradicional.

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Las mollejas exquisitas, como sus riñones al Jerez que probé con delectación años más tarde en el restaurante Salvador, en la esquina de San Antón. La abuela Juana hacía unas manitas de cerdo en ajopollo imposibles de superar, y si hablamos de las manos de borrego, eso era alcanzar el cielo con aquella salsa con vino. Empanaba los filetes de hígado como nadie, y ya que hablamos de empanar, nos decía que ella había comido mucha carne de caballo y salchichón de burro, que «en los años de la hambre» había que conseguirlos de estraperlo.

Establecimientos acreditados

Cuando desapareció la abuela, me dediqué a buscar por Granada las cosas que ella nos guisaba. Los filetes de carne de caballo no tuve que buscarlos. Me los encontré un día sí y otro no, en el campamento de Viator, donde empecé la mili. Sigo pensando que estaban buenos. Su tortilla Sacromonte, o muy parecida, en La Mosca del Sacromonte, aunque ahora la pueden degustar –si van de mi parte– en el Restaurante León de los hermanos León Guerra en la calle del Pan. No se arrepentirán.

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Con respecto a los callos, he de decir que mi abuela los lavaba hasta que estaban casi transparentes, y en su salsa picante se nos iba más de una hogaza de Alfacar. Con el tiempo los localicé en el callejón de Arjona, entre Puentezuelas y Alhóndiga. Se llamaba Restaurante Los Pinetes y su dueño me contó con orgullo, cuando lo entrevisté para el Diario Patria, que un jeque árabe en visita a La Alhambra se escapó de su escolta para venir a probarlos, y fue tal su satisfacción que, cuando volvió a Arabia, le mando un reloj de oro macizo. Yo ahora los como en Los Migueles, a la entrada de Armilla.

Durante los años setenta y principios de los ochenta, entre la calle Boteros y Mesones, en el bar La Oficina se servían de tapa sus famosos y muy acreditados 'cupidos'. Se trataba de filetitos de corazón de pollo, ensartados en un palillo de dientes y a la plancha con un aliño muy parecido al de los pinchitos morunos. Aquello era un placer de dioses.

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Y aunque no se trate de casquería, no me resisto a hablar aquí de otro plato más granaíno que la calle La Colcha. Los caracoles. Mi abuela los tenía tres días con sus tres noches en harina, para que soltaran todo lo que tenían dentro. Después se iba al lavadero a limpiarlos y que soltaran todas las babas. Y tenía un secreto para que luego fuera más fácil sacarlos a la boca, en lugar de echarlos en el agua y que hirvieran, los volcaba cuando ya estaba en ebullición, y así no se encogían y se metían dentro. Los de La Patrona, junto a la basílica de Las Angustias, eran famosos, como también los de Manolo y El Pañero en la plaza del Aliatar.

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