![«Vivo junto al mar, pero sigo viniendo a comer buen pescado a mi Motril»](https://s1.ppllstatics.com/ideal/www/multimedia/202212/23/media/cortadas/gallego-U120190559748OwG-U19047999828ibG-1248x770@Ideal-Ideal.jpg)
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José Antonio Muñoz
Granada
Sábado, 7 de enero 2023, 00:26
El motrileño Daniel Gallego Arcas tiene la sonrisa franca, la palabra cariñosa y un aspecto impecable. Y eso que vive en una ciudad, Salvador de Bahía (Brasil), donde lo lógico, dado el eterno estío en que vive la urbe, es ir en pantalón corto todo ... el año. En esta entrevista, donde estuvo presente el también granadino Ernesto Pérez Zúñiga, subdirector de Acción Cultural del Cervantes, el máximo responsable de la institución que vela por el desarrollo del español en la ciudad brasileña cuenta cómo es su trabajo, y algunas jugosas anécdotas.
–¿Cómo termina un hombre de números convertido en hombre de letras?
–Es que ambos están conectados... (risas). Comencé estudiando Matemáticas, luego pasé a Económicas, y tras unos años en Granada, me ofrecieron aprovechar mis conocimientos de francés para participar en un programa internacional pionero, antes del Erasmus, imagínese... Estuve en Le Havre, representando a la UGR, mucha responsabilidad... (más risas). Estuve un par de años en Francia, terminé Económicas, y me fui a recorrer mundo.
–Su periplo comenzó en El Cairo. Muy exótico.
–Recuerdo aquella ciudad de forma muy diferente a como hoy la vemos. Llegué allí con el deseo de aprender el idioma árabe, y entré en contacto con el Instituto Cervantes, de forma muy casual. Me reclamaron para hacer la Prestación Social Sustitutoria y no quería volver a Granada en aquel momento, así que hablé con Antonio Gil, otro granadino, director por entonces del Instituto Cervantes de El Cairo, y me quedé haciéndola como economista. A partir de ahí, salió una plaza administrativa, la gané, y luego fui tomando cada vez más responsabilidades y superando procesos selectivos, hasta llegar a ser director en Salvador de Bahía.
–Su siguiente destino fue Tel Aviv. Menudo cambio.
–No han tenido Egipto e Israel unas relaciones excesivamente tensas durante décadas, a pesar de lo ocurrido en su día entre ambos países. Aunque todo cambió a raíz de la 'Primavera Árabe'. Sin embargo, el Egipto que yo conocí en el cambio de siglo era un país muy abierto, moderno, liberal. Había un intercambio económico importante. Allí estuve entre 2001 y 2006. Llegué al principio de la Segunda Intifada, un momento delicado, pero me sentí seguro en todo momento.
–Un día de aquellos cogió su moto... ¿y qué ocurrió?
–Ocurrió que crucé a Ramala, no sé cómo, y de repente me encontré ante la Mukata, la sede del gobierno palestino, que estaba casi en ruinas, pero donde aún se mantenía en pie la casa de Arafat. Llamamos a su puerta Antonio Gil y yo, y sorprendentemente, nos recibió con mucho cariño, cuando supo que éramos de Granada, e incluso nos invitó a tomar el té.
–¿Entró en contacto usted con la comunidad sefardita?
–Sí, por supuesto. Aunque la actividad de los sefardíes es mucho más acusada fuera de Israel que dentro. Con todo, es un placer oír hablar en ladino, ese español antiguo con esos giros arcaicos y esa forma de expresión tan dulce. Es una pena que se esté perdiendo ese idioma, porque quienes lo hablan son personas muy mayores.
–Y de ahí a Budapest.
–Estuve en la capital de Hungría cinco años en los que pasé mucho frío y tuve bastantes dificultades para aprender el idioma. El húngaro no es una lengua fácil. Soy amante de la aventura y el encanto que desprende Oriente Medio, así que no fue mi destino favorito, aunque encontré gente estupenda, muy acogedora, y no menos estupendos profesionales en el Instituto.
–¿Qué supuso para usted cruzar el charco e irse a Brasil?
–Un paso más en esta aventura vital. Ese deseo de ir más allá me llevó primero a Sao Paulo, una ciudad maravillosa. Brasil me enganchó desde el principio, y allí llevo ya 12 años. Es un país próximo, donde la lengua no es una barrera, como en Hungría o Israel. Ello facilita mucho la interacción cultural. De Sao Paulo pasé a Brasilia, una ciudad muy distinta, y de ahí a Salvador, una ciudad hermosísima, que fue la primera capital de Brasil y donde llevo tres años muy contento.
–¿Cómo es Salvador de Bahía?
–Una ciudad con seis millones de habitantes, imagínese... Sin embargo, una ciudad donde hacerse presente no es excesivamente difícil. A mí me conoce ya todo el mundo, saben que represento al Instituto y a España. Me siento muy aceptado. Y eso lo permite el idioma.
–¿Cómo se abre uno las puertas cuando llega de nuevas a un sitio como aquel?
–Trabajando mucho. Echando muchas horas. Y luego, trato de aprovechar las sinergias que se producen compartiendo proyectos culturales con las autoridades locales. Ahora tengo la idea de llevar a mi paisano, el pianista Juan Carlos Garvayo, Premio Nacional de Música, para que toque con la Orquesta de allí.
–¿Le gusta sudar la camiseta?
–No he hecho otra cosa desde que llegué al Cervantes. Toda mi vida profesional ha estado vinculada al Instituto. Y hoy, como director, me siento plenamente realizado. Así que claro que me gusta sudarla.
–¿Cómo ha vivido los vaivenes políticos de Brasil?
–Con interés, como es normal. Le puedo decir que ahora las cosas son un poco más fáciles para nosotros allí que en el periodo anterior.
–¿Echa de menos Motril?
–Soy feliz en Brasil, pero vuelvo a casa varias veces al año. Aunque vivo a orillas del mar, si quiero comer buen pescado, regreso aquí, donde hay más variedad y más cultura gastronómica. En Brasil, a pesar de tener un litoral tan inmenso, lo que se come es carne, que también es muy buena. Pero las quisquillas, el pulpo seco, mis pescados a la plancha... Eso en pocos sitios lo encuentras. De todas formas, después de casi tres décadas fuera de casa, mi familia se ha acostumbrado a verme poco... (risas). Con todo, siempre ejerceré como granadino y motrileño, esté donde esté.
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