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Personajes que nos han marcado

Personajes que nos han marcado

Las biografías de algunos escritores narran aventuras apasionantes y novelescas

iratxe bernal

Martes, 16 de febrero 2016, 00:17

No sé cuándo volveré. ¡Tengo tanto trabajo desde hace unos meses! Búsquedas de compañeros perdidos, reparaciones de aviones caídos en territorios disidentes y algunos correos a Dakar». Desde luego, André Gide no podía poner una pega a la excusa. Hay pretextos peores que aguantar a los amigos. El que Antoine de Saint-Exupéry le ponía a finales de los años veinte, y que después el Nobel francés recogió en el prólogo de Vuelo nocturno, era irrebatible. Por entonces, Saint-Exupéry había aparcado su carrera como piloto militar y trabajaba en el despegue de la aviación civil como jefe de escala del servicio de correo aéreo de la línea francesa Latecoére en la antigua colonia española de Cabo Juby.

Aún no había sufrido el accidente que lo dejó tirado en el desierto de Libia y le inspiró Tierra de hombres o el ahora septuagenario El principito, pero ya llevaba el cráneo remendado y había rescatado a más de un aviador en apuros saharianos. Estaba forjando su propia leyenda, la que arranca en 1944 cuando, alistado de nuevo, su avión desaparece de los radares americanos sobre las costas de Marsella mientras realiza una misión de reconocimiento para preparar la ofensiva aliada en el sur de Francia.

A la sombra de hemingway

  • Mientras los aliados ultiman el desembarco de Normandía, Ernest y Martha libran en casa su propia batalla. Casi la última del matrimonio. Él va a cubrir el final de la contienda como corresponsal de la revista Colliers Weekly, la misma para la que ella escribe desde la Guerra Civil española. La publicación tiene una única credencial, y si Hemingway es de los que se meten en todos los charcos, ella, Gellhorn, incluso chapotea. Lo hacía desde que con 19 años decidió dejar de estudiar para ser escritora en París, donde llega a colaborar en Vogue. En la Navidad del 36, en «un traspiés», conoce a Hemingway en un bar de Florida. Él está impaciente por escribir sobre España y ella le sigue. Es su primera guerra; la última fue la invasión de Panamá en 1989.

  • Fue a Praga cuando Hitler enfiló Checoslovaquia. Le empujó a él a ir a China en plena invasión japonesa, y después no dejó de moverse entre Inglaterra, Italia y Francia. Es él quien se queda con la credencial, pero Gellhorn se busca la vida y acaba cruzando el charco en un carguero noruego. El día D está enrolada como camillera de las tropas americanas que toman la playa de Omaha, mientras que al civil Hemingway no se le permite pisar la arena. A partir de ahí, cada uno marca su propio rumbo.

  • Él es de los primeros reporteros en entrar en París y ella prefiere adentrarse en Alemania y ver el horror de Dachau. En 1945 se divorcian y ella, como si fueran bienes gananciales, se queda con el oficio Corea, Java, Israel, Vietnam, El Salvador

Hijo de familia aristocrática venida a menos, pionero de aquella aviación sin apenas instrumentos, medalla de la Legión de Honor y autor de uno de los libros más vendidos de la historia, Saint-Exupéry es uno de esos escritores que parecen más personajes. Aventureros, temerarios, rebeldes, pendencieros, intrépidos gentes que hacen el petate en cuanto surge la ocasión, que un día se embarcan y el siguiente ocupan trincheras, van de safari o corren encierros.

De Marco Polo a Conrad

Desde que Marco Polo entretuviera sus horas de presidio relatando a su compañero de celda Rustichello de Pisa los paisajes y gentes vistos en la ruta de la seda, hasta que Robert Louis Stevenson encontró en Samoa su propia isla del tesoro, la literatura universal se llena de personajes como Richard Francis Burton, descubridor (para los europeos) del lago Tanganica y traductor de las primeras adaptaciones al inglés del Kama Sutra y Las mil y una noches; como Arthur Rimbaud, que curó las adicciones de sus temporadas en el infierno traficando con armas en Etiopía; como Joseph Conrad, que se hizo marino para no ser alistado por el Ejército ruso y acabó haciendo más nudos que su Lord Jim y quizá, según algunos, facilitando armas de contrabando a los carlistas desde Marsella. Eso por mencionar solo a los aventureros en el sentido más clásico, sin meternos con los simples viajeros (Mérimée, Twain, Kipling, Forster, Agatha Christie, Camus, Kapuscinski, Theroux, Martínez Reverte) o los belicosos. El propio Rimbaud se alistó en el Ejército holandés, aunque solo buscaba una forma de viajar low cost a Java y desertó enseguida; Miguel de Cervantes combatió a los turcos bajo el mando de Juan de Austria en Lepanto, Corfú o Túnez y perdió la movilidad en la mano izquierda; dispuesto a luchar contra el mismo Imperio Otomano murió tres siglos después Lord Byron; Stendhal sucumbió a la belleza del Renacimiento italiano entre campaña y campaña napoleónica y Gertrude Bell fue, durante la Primera Guerra Mundial, la primera mujer oficial del contraespionaje militar. En esto de sonsacar al enemigo hay más nombres femeninos, como Aphra Behn y Freya Stark, aunque también ejercieron el oficio Christopher Marlowe y Francisco de Quevedo antes que los mismísimos Graham Greene o John le Carré.

Pese a las palabras de Saint-Exupéry, quien aseguró que «la guerra no es una aventura, sino una enfermedad como el tifus», los conflictos armados han sido vistos siempre como todo un acontecimiento. Una oportunidad para ver mundo por no pocos espíritus inquietos, muchos de ellos ágiles corresponsales antes que reputados novelistas. En la generación anterior al autor de Correo del Sur se vistieron de uniforme William Faulkner, que conoció el ruido y la furia como piloto de la aviación británica; Robert Graves, que fue herido de gravedad en el Somme, batalla en la que John Ronald Reuel Tolkien J. R. R. Tolkien, en lengua élfica sirvió como oficial de comunicaciones o, antes de la Gran Guerra, el mismísimo Winston Churchill, el único Nobel de Literatura fugado de un campo de prisioneros bóer. Algo más joven que ellos, de la quinta de Saint-Exupéry, el prototipo del escritor y de corresponsal inquieto es Ernest Hemingway. En cuanto Estados Unidos anunció su entrada en la Primera Guerra Mundial, y sin cumplir los 18, le faltó tiempo para intentar alistarse. No se lo permitieron por un problema ocular y enseguida buscó otro pasaporte para Europa: logró ser conductor de ambulancia de la Cruz Roja en Italia.

Herido y repatriado

Hemingway fue herido por el ejército austriaco y repatriado. Pero, antes de volver a casa, el seductor Ernest después, el mujeriego Ernest aprovechó la convalecencia para que la enfermera Agnes von Kurowsky le ayudara a documentarse para Adiós a las armas. En Chicago empieza a trabajar como periodista, pero le sabe a poco. Hace el petate y se marcha a Francia, donde toda una generación perdida que se desentumece tras la guerra ha convertido París en una fiesta. Fueron solo cuatro años, pero le sirvieron para viajar por primera vez a España. «Vivíamos con gran economía, gastando solo lo imprescindible, y ahorrando para poder ir a los Sanfermines y luego a Madrid y a la Feria de Valencia», explicó tiempo después. Antes de volver por aquí como «corresponsal antiguerra» vivió en Toronto y contempló las nieves del Kilimanjaro.

La Guerra Civil española marca un antes y un después en el periodismo por la defensa de la República que realizan un puñado de idealistas que, como él, en muy pocos años, curiosean en la Gran Guerra, despiertan en las trincheras españolas y reaccionan en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, John Dos Passos y Joseph Kessel siguen casi ese mismo recorrido; el estadounidense participa en el primero de los conflictos como conductor de ambulancias militares mientras que el francés lo hace como enfermero, y ambos viajan después a España para apoyar a los republicanos.

De la derrota idealista en la península pasan a la victoria práctica en Europa. Hemingway cubre varios frentes, incluyendo el desembarco en Normandía. Es uno de los primeros periodistas que entra en París tras su liberación y forma parte de un regimiento con el que, según algunos historiadores, podría haber participado en la ejecución de soldados alemanes. Kessel se une a la resistencia francesa junto a su sobrino, el también escritor Maurice Druon, con quien firma El canto de los partisanos, y vuelve a coincidir con Dos Passos como corresponsal en el proceso de Nuremberg. Un poco más jóvenes que ellos, George Orwell y André Malraux se incorporan al clan en el período de entreguerras, en las Brigadas Internacionales. Orwell llega a Barcelona decepcionado de su experiencia imperialista en la Policía Imperial India en Birmania, después de haber vivido sin blanca en París y Londres. De la derrota española se lleva el desengaño y también la tuberculosis que lo acabó matando en 1950.

A lo Indiana Jones

A Malraux hay que darle de comer aparte, como a su modelo de intelectual y aventurero: Thomas Edward Lawrence (Lawrence de Arabia), autor de Los siete pilares de la sabiduría y de quien escribió una biografía. Tras perder el dinero de la dote de su mujer en una inversión minera en México organiza una expedición arqueológica en la selva camboyana, a lo Indiana Jones, para buscar (léase expoliar) restos del imperio jemer. Y los encontró. Lo metieron en la cárcel por intentar llevarse los bajorrelieves de un templo (según él, abandonado), aunque no llegó a cumplir condena. En Francia se dedica a la edición de periódicos que no llegan al año de vida y después viaja a China. Tras el levantamiento franquista, organizó misiones de apoyo al Gobierno de la República e incluso creó la escuadrilla España: medio centenar de aviones pilotados por voluntarios o por mercenarios que regresaban de las guerras de Abisinia o China. Polifacético, rodó en los últimos meses de la legalidad republicana su única película, Sierra de Teruel, basada en un episodio de LEspoir. Tras la Segunda Guerra Mundial, en la que fue capturado por los alemanes y se unió a la resistencia, fue ministro de Cultura del Gobierno De Gaulle «su único amor», ironizaba su hija, hasta que otros jóvenes inquietos le destituyeron. Era mayo del 68.

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