MARIO RUIZ MORALES
Miércoles, 14 de enero 2009, 03:33
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En el Año Internacional de la Astronomía.
EN la frontera de los siglos XVI y XVII apareció el telescopio, un instrumento científico de primer orden, llamado a revolucionar la historia de la astronomía y la del conocimiento. Aunque no está claro su origen, si hay dos focos importantes en los que se debió de construir en primer lugar: España y Holanda. Al primero llegó a referirse uno de los discípulos de Galileo, que lo situaba en Gerona; en cuanto al segundo, también tiene verosimilitud, pues se cree que llegó a ofrecérsele a Mauricio de Nassau para que lo pudiera usar en la guerra con los españoles. En cualquier caso, el protagonista indiscutible de sus primeras aplicaciones astronómicas fue Galileo Galilei, el cual conmocionó al mundo instruido con sus pormenorizadas observaciones, realizadas precisamente con un telescopio construido por él mismo y que se conserva en el Museo florentino de la Historia de la Ciencia.
Son de sobra conocidos los sensacionales descubrimientos astronómicos de Galileo, baste este apretado recordatorio: demostró que la superficie lunar era irregular, al contrario de lo defendido hasta entonces, asegurando además que siempre se contempla desde la Tierra el mismo hemisferio; discretizó la Vía Láctea al comprobar que estaba compuesta de numerosas estrellas. Otras de sus interesantes observaciones sirvieron para probar la existencia de las fases de Venus, la de anillos en Saturno y la de manchas en el Sol, que evidenciaron la rotación del mismo sobre su eje y que a la larga fueron la causa de su ceguera. Teniendo en cuenta que Galileo comenzó a usar su telescopio en la primavera del año 1609, es comprensible que la Unesco, a propuesta de la Unión Astronómica Internacional, declarase el año 2009 como el Año de la Astronomía, al cumplirse ahora cuatrocientos años de tan brillante efeméride.
Sin embargo, el título del artículo hace referencia a otra de las aportaciones astronómicas del sabio italiano que tuvo inmediatas consecuencias cartográficas, me refiero al descubrimiento de los satélites de Júpiter que denominó Planeti Medicei en honor del gran duque de Toscana. La primera constatación de su existencia se produjo el 7 de enero de 1610, deduciendo que giraban alrededor del planeta por variar su posición relativa en días sucesivos; de esa forma eliminó radicalmente otra de las objeciones a las tesis de Copérnico.
Desde abril del año siguiente, ya distinguía Galileo unos de los otros, trató de hallar el periodo de cada uno de ellos, al tiempo que estudiaba el número de veces que eran ocultados por su planeta y confeccionaba unas tablas en las que se predecían sus apariciones y desapariciones. Y es que desde el primer momento intuyó la posibilidad de que la observación simultánea de sus eclipses, desde sendas estaciones, podía ser un medio preciso para conocer las diferencias de longitudes geográficas entre las mismas. Más tarde escribiría el rey Felipe III defendiendo esa posibilidad y tratando de venderle su "celatone", un instrumento que había diseñado a tal efecto y con el que se podían observar los referidos satélites. Realmente la pretensión del sabio de Pisa no era otra que la de participar en el concurso de longitudes que había convocado el monarca español, estando prevista para el ganador una pensión vitalicia de 8.000 ducados. La participación quedó documentada en un despacho del rey al virrey de Nápoles, el 28 de enero de 1620, diciendo: «Que Galileo Galilei, matemático del gran Duque de Toscana y lector de la Universidad de Pisa, ofrecía de dar el modo de poder graduar la longitud y facilitar y asegurar la navegación del Océano, y que ofrecía también otra invención para las galeras del Mediterráneo, con que se descubrían los bajeles del enemigo diez veces más lejos que con la vista ordinaria».
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Galileo le presentó también el "celatone", el instrumento astronómico que había fabricado con ese objeto, una especie de casco de bronce con un anteojo incorporado, a través del cual el observador podía ver los satélites con uno de sus ojos, mientras que con el otro contemplaba a simple vista la luz procedente de Júpiter. Sin embargo fue rechazada su oferta por considerarla poco operativa para la navegación, teniendo en cuenta que no se podrían observar los satélites con la frecuencia ni con la estabilidad necesarias para obtener unos resultados verdaderamente fiables.
Todo lo contrario ocurrió en tierra firme, en donde la observación simultánea de los eclipses de tales satélites permitió comprobar de inmediato la falsedad de algunos mapas considerados hasta entonces como paradigmáticos. El impacto fue tan importante que, a partir del año 1650, el método recomendado por Galileo era reconocido universalmente como el que lograba mejores resultados en las aplicaciones cartográficas terrestres; a él se debe, en cierto modo, el empuje necesario para lograr su posterior desarrollo, de ahí que otros lo consideren como el padre de la cartografía moderna.
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Ciertamente, la observación de los eclipses de los satélites de Júpiter (Io, Europa, Ganimedes y Calisto) contribuyó decisivamente a solucionar el secular problema de la longitud en tierra firme. Desde que lo propuso Galileo continuó empleándose sin interrupción hasta prácticamente el siglo XIX. Solo citaré, para terminar, tres notables astrónomos que lo usaron frecuentemente: Cassini, Jorge Juan y Nouet. El primero confeccionó gracias al nuevo método un planisferio en el que por primera vez se situaba el Mediterráneo con una extensión similar a la actual. El segundo lo empleó en sus celebradas observaciones del Virreinato del Perú, para medir un arco del meridiano y probar así el aplastamiento polar de la Tierra.
El tercero, menos conocido, miembro de la Comisión de Sabios que acompañó al ejército de Napoleón cuando invadió Egipto, se basó en ese nuevo procedimiento para calcular la posición geográfica de lugares tan emblemáticos como las pirámides, templos y tumbas reales.
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