Juan Enrique Gómez
Domingo, 1 de noviembre 2015, 00:28
El rojo intenso de una rosa destaca sobre el blanco pétreo de la escultura de Jesús yacente, que parece acunar esa única flor que alguien deposita regularmente sobre la imagen religiosa que corona una tumba familiar. Al otro lado del patio histórico del camposanto de San José, de la capital, el Cristo del Cementerio, esculpido en mármol, contempla las composiciones florales que los fieles depositan cada día ante una imagen que creen milagrosa. Muy cerca, panteones, tumbas, y miles de nichos se adornan con sencillos ramos de flores de temporada, con juegos de color sobre tapices verdes. Cada uno de ellos cuenta una historia, recuerda una pérdida y rinde un homenaje a quienes ya no están entre los vivos. Las flores, el reino vegetal, se convierten cada año, ya entrado el otoño, el Día de los Difuntos, en el nexo de unión con los muertos, y crean un impresionante jardín funerario presidido por los enormes cipreses que con sus estilizadas copas intentan rozar el cielo.
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Las plantas forman parte intrínseca en la evolución de la humanidad y sus costumbres. Las flores son sinónimo de alegría, celebraciones, homenajes y también recuerdo ante la muerte, que en definitiva no es más que el último evento en el devenir del tiempo de cada cual y también se celebra con flores y elementos vegetales de especies que a lo largo de los siglos completan un verdadero catálogo de botánica funeraria, que incluyen aquellas que siempre se usaron para camuflar con sus aromas el olor de la muerte en épocas en las que un funeral duraba varios días y las tendencias florales que la sociedad, en sus diferentes etapas históricas, ha asimilado a las pompas fúnebres, además de la vegetación que ha de conformar los espacios ajardinados entre los que se excavan las tumbas y habitan los difuntos.
En el entorno mediterráneo, un cementerio es un territorio de cipreses porque es un árbol de tupidas ramas que ofrecen intimidad, llega a grandes alturas y posee un fuerte y característico olor a verdor y días de lluvia, un árbol que se suele acompañar con olivos, acacias, naranjos y especies autóctonas o realmente naturalizadas, como ocurre en el camposanto granadino donde crecen madroños, granados y álamos, que ocupan parterres y caminos de acceso a los diferentes patios junto a especies arbustivas habituales en los jardines de la ciudad, como los arrayanes, con su penetrante olor; setos de boj, acebos que muestran sus frutos rojos, al igual que los espinos de fuego y las humildes adelfas, plantas de rambla y desierto con exuberantes flores rojas y blancas, que aportan un tapiz de color al gris y blanco del granito y los mármoles de las tumbas, sobre las que trepan las hiedras que en el patio histórico del cementerio de San José, cubren de verde los pies de las cruces de piedra. Un camposanto es también territorio para las especies de flora silvestre que aprovechan los cuidados de jardineros y sus nutrientes para florecer, como las enmarañadas madreselvas, e incluso las invasoras alcaparras, que aparecen sobre las viejas tumbas.
En el Día de los Difuntos el cementerio se convierte en un verdadero tapiz de colores amarillos, morados, blancos, rojos, azules, rosados y lilas. Las flores de temporada son las protagonistas del recuerdo. El crisantemo es la especie estrella para formar sencillos y grandes ramos en los que combinar los mil y un colores de esta especie de numerosas hibridaciones, al igual que las rosas, que a pesar de ser plantas espinosas no muy queridas en la cultura funeraria, ocupan gran parte de las hornacinas y floreros que adornan las tumbas, salpicadas de varas de gladiolos y plantas bulbosas como jacintos, nardos y azafranes.
Las plantas aromáticas tienen también una presencia fundamental en la ornamentación de espacios funerarios, con romeros (en flor en el otoño), salvias y lavandas, que además de ser parte de la vegetación de los jardines, aportan un elemento de sencillez y recuperan tradiciones milenarias que recuerdan cuando la muerte era el regreso definitivo a la tierra.
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