M. V. Cobo
Lunes, 13 de marzo 2017, 02:38
Veinticuatro horas después del tiroteo mortal en la calle Sánchez Cotán, el distrito Norte amanece tranquilo. Aquí hay ocho barrios y viven cerca de 38.000 vecinos. Ya no hay cordones policiales y los furgones azules pasan por calles con comercios abiertos y vecinos entregados a sus rutinas. Pero tres muertes por armas de fuego en apenas tres meses, con un fuego cruzado a las doce del mediodía, debería obligar a hacer una reflexión sobre la realidad de la zona. ¿Son hechos aislados o un síntoma de otras cosas?
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Quien mejor conoce las circunstancias de este distrito son sus vecinos y las personas que acuden cada día a trabajar allí. Muchos, la mayoría de los habitantes de esos barrios, se levantan temprano para ir a trabajar y llevar a sus niños al cole. Como en cualquier otro código postal. Pero también los hay que amanecen a media mañana y se juntan en grupos en la calle para charlar porque no tienen trabajo, ni dinero que gastar. Se ven sobre todo hombres. «Las mujeres tiran de sus casas, se han buscado la vida y son las que salen temprano en el autobús para trabajar», explica José Tobías, educador y vecino del barrio. Y hay otro grupo, el más pequeño, pero que condiciona la vida en determinadas zonas del distrito. Mafias que se dedican a la droga y que son capaces de echar a familias enteras de sus casas para dedicar un bloque entero a cultivar marihuana.
LAS PRIORIDADES QUE PIDE NORTE
En las escuelas, pero también fuera del horario lectivo. Insisten en pedir educadores de calle, que trabajen con los niños y con sus familias. Educación en valores, educación para ver la diversidad como una oportunidad y para evitar que se copien 'malos ejemplos'.
El índice del desempleo es muy alto y destacan las asociaciones que trabajan allí que ha subido con la crisis. Mayores oportunidades laborales alejan a los vecinos de cualquier otra 'tentación', les dan independencia, ofrecen un futuro a los jóvenes.
Denuncian los vecinos la ocupación ilegal, que lleva consigo cierta impunidad para engancharse ilegalmente a la electricidad, para cultivar marihuana, y para cobrar alquileres abusivos o 'trapichear' con pisos que, en algunos casos, son de titularidad pública.
«Lo que se permite en Norte no se permite en otros barrios». Lo repiten los vecinos en relación al tráfico, al urbanismo -con ocupaciones de vía pública y obras sin control-, a la compra y venta de droga, al cultivo masivo de marihuana.
Quieren los vecinos que no se dé siempre la imagen más negativa del barrio. Pero añaden los trabajadores sociales que hay que mejorar también hacia dentro, subir las expectativas de esa población, enseñarles otra realidad más allá del distrito.
Este periódico ha hablado con varias de esas personas que viven y sufren por lo que pasa en La Paz, Cartuja, Rey Badis, Campo Verde o Almanjáyar. La mayoría coincide en destacar las dificultades que tiene el distrito -desempleo, pobreza, viviendas ocupadas ilegalmente, cultivo y venta de droga-, y reclaman soluciones similares -educación, empleo y orden-. Con un trabajo constante y sin esperar resultados a corto plazo. No ocultan que hay manzanas podridas, pero reclaman ayuda para que se las saque del cesto, porque hay muchas buenas que proteger. Quieren que se les trate igual para lo bueno y para lo malo. Que allí se haga respetar las normas.
Más pobreza
La crisis ha sido especialmente dura en esta zona. El barrio está más deteriorado, más pobre, más abandonado. José Tobías, que ha vuelto a trabajar en esas calles tras pasar diez años en la Chana, ve este desgaste hasta en el urbanismo de la zona. «Las casas están que se caen, el 'Hotel Luz' iban a tirarlo hace años y ahí sigue; el parque 28 de Febrero, un gran parque en el corazón del barrio, está sin limpiar; hay inmigrantes a los que les cobran 200 o 300 euros por una habitación...». Tobías apunta que también ha cambiado la población, con un porcentaje mucho más alto de extranjeros, lo que haría necesario trabajar más la multiculturalidad.
Para Teresa Heredia, presidenta de la Plataforma Ciudadana Zona Norte, la falta de control en las viviendas es un problema grave. «La Junta da por perdidas dos mil o tres mil viviendas públicas y eso no puede ser; lo que está pasando es fruto de la exclusión y el olvido de las administraciones, de todas, durante décadas», dice Heredia, que fue una de las primeras niñas que nació allí, después de que trasladaran a las familias del Sacromonte que perdieron sus cuevas en unas inundaciones.
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Sonia Sahli, coordinadora de proyectos en Anaquerando, trabaja en el corazón de Molino Nuevo. «Desde que llegó la crisis hay menos empleo, menos cursos de formación, menos recursos públicos en el territorio». Menos oportunidades para una zona que no se puede permitir bajar la guardia. Su compañera Pilar coincide en que «se ha deteriorado la convivencia» en los últimos siete u ocho años, con episodios violentos como los de los últimos meses que antes no se producían.
Luisa, vecina del distrito, explica junto al centro cívico que ella es de las que sufre los cortes de luz a diario. «Y cada dos o tres meses tengo unos dolores de estómago tremendos, del olor a marihuana constante». Pero ella es de esas muchas familias que no se va, porque le gusta ese barrio de amplias avenidas y corazón generoso. «He trabajado muchos años aquí y hay mucha gente muy buena». Ha criado allí a sus dos hijos, «uno trabaja dignamente y el otro ha terminado su carrera, en este barrio también se sale adelante», remata.
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Mario Picazo, párroco de La Paz, habla del potencial que tiene el barrio «en familias valientes». Pero destaca las dificultades que hay para que la gente «mire más allá de las calles del barrio». A su iglesia llegan chicos que quieren salir adelante, «pero no saben cómo hacerlo». Destaca el sacerdote la carencia de habilidades sociales en el barrio, las necesidades educativas, un conformismo en algunos sectores que cuesta trabajo romper. «Hay problemas endémicos, nos llegan familias que no tienen nada, que te cuentan que se han metido en una casa que ya tenía enganchada la luz», resume el párroco, que asiste asombrado a una impunidad a muchos niveles. «El que se pasa el día trabajando ve cómo hay quien delinque pero no le pasa nada; en el barrio hay quien se coge un trozo de calle pública para hacerse un patio privado, y no pasa nada; Norte tiene que ser como el resto de barrios», relata asombrado.
En una idea similar incide Juan Carlos Carrión, párroco de Almanjáyar. Él apunta a una dejación de funciones institucional. «Caen los pequeños en el tema de las drogas, pero a los grandes, que está claro dónde están, no los toca nadie», dice el sacerdote. «Hay 38.000 vecinos en el barrio y sólo unos pocos tienen atemorizados al resto; hace poco hemos tenido que acompañar a una familia entera que se ha tenido que ir porque no podían más, les habían hecho la vida imposible porque querían el piso para cultivar».
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Luchar contra un 'gigante'
«Es una injusticia social, hay otras familias que se van porque no aguantan el ruido constante de las máquinas y el olor», relata Carrión. Pero a continuación destaca que a su asociación acuden cada tarde sesenta niños para estudiar, «porque quieren aprender, eso es una riqueza para el barrio». El sacerdote admite que «esas manzanas podridas dan de comer a gente; pero este barrio tiene mucha riqueza, esos niños que quieren aprender». Para el sacerdote, hay muchas familias pobres de verdad, que no tienen nada, y que son carne de cañón de las mafias: «hay que acompañarlas, son valientes por no caer».
En las charlas con estos vecinos y profesionales les hemos pedido un diagnóstico y una propuesta, por dónde empezarían a trabajar para cambiar el barrio, qué cosas necesita Norte para 'normalizarse'. «Esto es una lucha contra un 'gigante', es una realidad con muchas facetas y hay que trabajar en todas ellas, empezando por un plan de acción para generar empleo, para empoderar a la gente». Carrión pide que deje de existir una 'vara de medir' distinta desde que se cruza la calle periodista Luis de Vicente, que no haya impunidad en Norte.
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Sonia Sahli, de Anaquerando, insiste en la educación, «educadores en la calle, la educación es clave, en todos los ámbitos». Pero incide en la necesidad de un trabajo integral. «Hay que regularizar la vivienda, garantizar los derechos, el empleo, la formación, la salud -hay muchos problemas de salud mental-, hay que ofrecer cultura, las mismas actividades para los niños que en cualquier otro barrio, eso atraerá a otro perfil de familias...».
María Ruiz-Clavijo, del centro socioeducativo Lestonnac, ahonda en una idea similar: «un batallón de educadores de calle sería más efectivo que cualquier otra cosa». A su escuela acuden setenta niños cada día, de entre 7 y 15 años. «Tienen menos oportunidades, pero muchas capacidades». El día del crimen, por la tarde, guardaron un minuto de silencio y afrontaron lo ocurrido, para no normalizarlo. También apuesta por acabar «con el asistencialismo histórico» en la zona. Ruiz-Clavijo apunta a una sensación que se escucha en la zona: «parece como que interesara mantener las cosas así, que haya un barrio en el que se puede mantener a ciertas personas controladas y sin salir de ahí».
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Picazo, el sacerdote de La Paz, habla de «situación de emergencia». Y pide que no se traten de poner «parches». Tobías, educador, rescata el trabajo que se hizo en los primeros años del siglo XXI y que se cortó «por desavenencias políticas, se enterró lo que ya se había empezado», por lo que pide constancia. «Crear comunidades de vecinos, que el barrio lo vean como suyo».
Reclaman igualdad de oportunidades, y igualdad de trato. No creen que una mayor represión policial sea beneficiosa. «No tanto más policía, como más orden, que no haya sensación de impunidad», resume Pilar, de Anaquerando.
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Teresa Heredia, de la plataforma ciudadana, lamenta que durante unos días habrá mucha presencia policial, pero luego volverán a sentirse abandonados. Y recuerda una anécdota entre las cosas positivas a destacar de su barrio. «Cuando éramos niños, fuimos un día a pedirle al alcalde, Antonio Jara, que nos diera dinero para unas colonias de verano. Ya que estábamos en el Ayuntamiento, como era feria, pensamos en pedirle que pusiera baratos los columpios para los niños del barrio. Ahí empezó la costumbre de los columpios a un euro que ahora disfruta toda la ciudad». Y recuerda Heredia que en Cartuja se puso en marcha el primer centro de salud de España, el germen de la atención primaria.
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