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IDEAL
GRANADA
Jueves, 31 de diciembre 2020, 00:46
Al repasar el año hay un lugar común donde nos reconocemos todos. Una pandemia que ha cambiado nuestras vidas tantas veces como meses ha tenido 2020. La euforia de febrero, cuando nos creíamos invulnerables. El miedo y la soledad de la primavera, la desescalada ilusoria del verano. El hastío del otoño y la esperanza con la que concluye un 2020 para olvidar. O para recordar con nostalgia. Doce fotografías y doce relatos en primera persona de los periodistas de IDEAL recorren un año en sensaciones.
Enero, Curiosidad | Por Sergio González Hueso
Llevo un par de años en los que me levanto fresco el día de Año Nuevo. Lo hice también en 2020, que amanecí muy temprano y sobresaltado al enterarme de que un apagón había dejado sin uvas a media plaza del Carmen. Era hora de ponerse en marcha porque a uno le pagan por contar chorradas como esa. Ese mismo día nació Vega, la ilusión de dos padres que desde el hospital Virgen de las Nieves alumbraron al primer bebé de un año del que se decía que iba a ser pura «transición». Me descojono hoy leyendo los análisis de entonces. Ya lo decía Taleb, si los expertos desaparecieran solo les echarían de menos sus madres. Pero no hay que ser ventajistas: es que el mar estaba en calma tras un 2019 en el que por cambiar cambió hasta el Gobierno de la Junta por primera vez en la historia de la democracia.
La vida desde la atalaya del último enero se veía como siempre. Es un mes para gente emocionada, para quienes creen que todo lo que está por venir mejorará lo presente. Y yo reconozco que no soy de esos pero a mí también me pasó: le puse una vela al futuro y mientras se apagaba me creí capaz de todo. Incluso de dar un estirón, sacarme una ingeniería o contar alguna noticia; inocente de mí, como si luego no me fueran a caer encima como un alud. Todos lo hicimos un poco, ahora no lo niegues. Iba a ser nuestro año: el mío, el tuyo y también el de Granada; nuestra querida Granada, esa tierra privilegiada en la que dos más dos nunca son cuatro.
Vistos ahora con perspectiva, aquellos días confirmaron un poco lo de esa viñeta de Hermano Lobo. Hay un señor que mira curioso por unos prismáticos y cree ver algo rutilante tras una sombra que se proyecta lejos, al final de un páramo. Después de observar un rato ya sabe lo que es. Sí, no hay duda: «No es el futuro, Paco, es un campesino en un borrico», le dice a su compadre.
Febrero, Euforia | Por Manuel Pedreira
Llegó febrerillo el loco, que este año vino con un día de propina. La chavalería bisiesta –qué palabra más adorable, perfecta para después de comer– pudo celebrar su cumpleaños con propiedad y todas las garantías. Cuatro años para preparar una fiesta como quien prepara los doscientos mariposa de unos Juegos Olímpicos. Sin margen de error. Y este año hubo mucho que celebrar en febrero, que empezó bien, siguió mejor, rozó lo espectacular y terminó con una promesa fabulosa que en marzo se volatilizó, como lo harían nuestra existencia, los besos, y la compra en el Mercadona tal y como los habíamos conocido hasta entonces.
Esa maravilla del mes era redonda, tenía forma esférica y no era la eminente cabeza de nuestro alcalde, sino una pelota de fútbol que respondía a los deseos del equipo de la ciudad. El Granada era la revelación de la Liga y un cohete en la Copa del Rey. La Copa, el único título que había rozado con los dedos en sus noventa años de historia. Hacía tanto de aquello que Curro no llevaba ni diez corridas toreadas el día que el Granada perdió la finalísima del Generalísimo contra el Barcelona.
Pero regresemos al último febrerillo. A ese mes extraño que igual comienza con sol y los niños jugando en Plaza Nueva, que termina con frío y medio metro de nieve delante de la Chancillería. O al revés. O las dos cosas el mismo día. Este febrero llevaba otra música. Fue un cañón de aire excitado que salía de Los Cármenes y calentaba las ingles de la ciudad sin distinguir a los forofos del fútbol de las uñas de Rosalía.
Nada más empezar el mes, el Granada eliminó al Valencia y se coló en semifinales. Tenía que jugar en San Mamés y después recibir al Athletic en el Zaidín. Ya nos veíamos en la final de Copa y durante seis minutos fue nuestra... hasta que la malafollá dio su último rabotazo y nos mató la ilusión. Pero eso ya fue en el marzo terrible. El mes que acabó con los besos. El mes de los idus. De los idus a tomar viento.
Marzo, Miedo | Por José E. Cabrero
Papá murió y empezó la pandemia. Nos recuerdo repartidos por la capilla como números impares en el calendario, todos –los diez– con guantes y mascarillas vírgenes. El forense entró en casa con miedo, por si había sido el bicho. Saludó de lejos y pidió espacio con la mano estirada y la frente sudorosa. Le dijimos que no, que fue el cáncer, pero dio igual porque nadie entendía al bicho. Morir era el bicho. Frente al ataúd, vigilados desde otro pasillo para que guardáramos la distancia, pusimos 'Yesterday' para orar por él. Cuando Paul terminó nos dimos un abrazo furtivo, quebrados y aterrorizados por si ese gesto pudiera contagiarnos con algo peor que lo que tenía papá.
A la vuelta, las calles de Granada se infectaban a nuestro paso con un silencio vírico que cerraba puertas, ventanas y bocas. Recorrimos Camino de Ronda como soldados que esquivan las mirillas de los francotiradores y, al llegar a casa, ya no creíamos en nada. El meteorito marzo nos impactó con una fuerza tan brutal y tan invisible que el tsunami tocaba la luna. «Os mando un abrazo», decían por teléfono al tiempo que hacían con la voz una parada muy sentida, como si así pudieran impulsar su cuerpo junto al nuestro. Pero no podían. Los abrazos son abrazos y por eso se prohibieron. Porque unen demasiado. Porque el día que murió papá el mundo se volvió más triste, menos tierno.
Todavía recuerdo la cara del forense, descompuesta al entrar en casa, pensando en cómo de fuerte iba a frotarse las suelas al llegar a su alfombrilla para poner a salvo a los suyos. Qué miedo, marzo.
Abril, Soledad | Por Pablo Rodríguez
De niño me enseñaron a amar los números. Sobre todo en casa. Recuerdo a mi abuelo, un tornero que había fabricado cañones desde que quedó huérfano, anotándolos con precisión sobre el papel. Decía que las cifras eran «el lenguaje de la naturaleza» y gustaba de presentarlas con una mezcla de rara elegancia y familiaridad. El uno era un tipo con tupé. El dos, un cisne del parque de María Luisa. Con el tres, se ponía místico. «Un misterio», explicaba. «Padre, Hijo y Espíritu Santo a la vez». El cuatro era una silla y el cinco, la familia. El seis era esquivo. Levantaba muros de silencio. «Cosas de la guerra. Espero que nunca tengas que saberlo».
En aquellas lecciones había algo más que juegos, una verdad. Que los números, igual que las palabras, guardan una historia. En 'La vita nuova', Dante deja entrever que el nueve es la plenitud. Está siempre que menciona a la maravillosa Beatrice. «Al ser ella engendrada, los nueve cielos móviles estaban en perfectísima armonía», escribe. Para los antiguos hebreos, sin embargo, era la verdad. Mi abuelo veía en esa cifra la imagen de una derrota y yo, la maravillosa incógnita del espacio, la edad a la que contemplé el primer eclipse del sol.
Los números no son inmutables, como tampoco lo eran los arroyos y los hombres para Heráclito. «En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos». Fue la peor lección de la pandemia. En abril, las cifras dejaron de ser únicamente sinónimos de dioses y hermanos, de cuerpos celestes y amores. De pronto, comencé a advertir la derrota en el seis. El cinco pasó a ser mi vecina, viuda y sola, haciendo la colada entre lágrimas. El cuatro se convirtió en un miedo atávico, desconocido, al contagio. El tres, las colas del hambre en la iglesia. Günter Grass, que igual que mi abuelo vivió una gran guerra, escribió que «lo que desaparece detrás de los números es la muerte». Y el silencio que dejan los respiradores, el dolor que puede guardar, tras de sí, una mascarilla.
Mayo, Resistencia | Por Javier F. Barrera
En mayo ya éramos unos profesionales del confinamiento. Íbamos a salir mejor del enclaustramiento. Seríamos mejores personas. No habría disenso. El esfuerzo conjunto para detener los estragos de la pandemia convertiría este periodo en una especie de segunda Transición, cuando entre gritos y pitos los españolitos enormes y bajitos hicimos, por una vez, algo a la vez.
En Granada llegaba el querido mes de mayo, el mes de las flores y el mes de la Virgen, a la que tanta devoción se le tiene en la ciudad de la Alhambra. Esta tradición lleva dos siglos en vigor y coincide con el comienzo de la primavera y el destierro del invierno.
El triunfo de la vida que simboliza la primavera es uno de los motivos por los que se sitúa en mayo el mes de la Virgen, Madre de la Vida, de Jesús. Y era también el triunfo nuestro, contra un coronavirus malévolo que nos había cambiado la vida, a peor, para siempre.
Granada, llena de su Virgen de las Angustias y con la greñúa Virgen de la Misericordia, de la Virgen del Rosario vencedora en la batalla de Lepanto ante la Sagrada Puerta del Turco y con las inmaculadas Vírgenes del blanco Albaicín -Aurora, Estrella, Concha- se resignaba a combatir como nunca contra un virus que dejaba encerradas sus devociones.
Nos unimos a la nueva advocación de la tecnología. Las redes sociales servían para comunicarnos. Había fiesta en Instagram y Facebook se convertía en la sala de estar de la abuela. Las redes olían a potaje de habichuelas y a papas a la pobre con huevo. Nos conectábamos por videconferencia. Zoom se hizo de la familia. Hasta el cuñao tenía gracia. Y salimos a los balcones a celebrar, a bailar y beber.
Empezaba entonces a soplar un suave viento del Sur.
Junio, Reencuentro | Por Quicho Chirino
Hasta que llegó el coronavirus creo que nunca nos dimos un abrazo; así, como sin venir a cuento. Serán cosas del capitalismo, tal vez algún complejo freudiano o, sencillamente, que somos raros de cojones. Quizás Jose, que es psicólogo, le encuentre alguna explicación a esta conducta. Pero tiene Jose la cabeza como para pretender arreglarnos al resto las entendederas. Solo le falta un hermano periodista que haya escrito los mismos libros que Belén Esteban. Bueno, esto quizás lo tenga resuelto.
Papá está igual. Le gusta tan poco moverse que para que el confinamiento sea perfecto le han sobrado varias habitaciones. Mamá ha aprendido a realizar videollamadas. Para la próxima pandemia, lo mismo, hasta logra poner la cámara derecha. Y yo he conseguido pronunciar sin trabarme 'resiliencia' y 'epidemiólogo'.
Al final tenía razón Pedro Sánchez y de esta saldremos todos más fuertes.
Los niños nos hacen mayores, me consuelo mientras pienso que como aplacen otra vez la comunión de Anabelita, en lugar de persignarse, le hará un tik tok al cura. Si dura mucho el estado de alarma, el próximo viaje será a Turquía. Definitivamente, estos tres meses nos han puesto la cara del vecino.
Por cierto, ¿sabemos algo del crecepelos de Pfizer?
El camino del reencuentro es una alfombra de adelfas. Una puñetera autovía que nos ha separado en esta primavera que lleva capa de vuelo y la extremaunción de las nubes grises. Revivir los momentos en los que fuimos felices es un riesgo innecesario. Para eso nos inventamos el recuerdo, que siempre se presenta cuando estamos en pijama.
Hemos venido a casa de los padres, que ahora son los abuelos. Tres meses después, nos hemos reencontrado con la familia. Teníamos más cosas que contarnos cuando hablábamos por teléfono.
Y casi por instinto o necesidad nos hemos vuelto a abrazar.
Como si nos conociéramos de toda la vida. Qué cosas.
Julio, Espejismo | Por Javier Morales
En las fotos del móvil, la carpeta de julio podría ser la de cualquier otro julio: hay un par de noches en la piscina, un mediodía de playa y varias excursiones. En alguna no hay ni una mascarilla porque quisimos aparentar (nueva) normalidad, respirando sin el retal que nos empaña las gafas y nos quita la sonrisa, el Pepito Grillo que nos recuerda todas las mañanas que vivimos en una pandemia. También hay retratos en pubs y bares, caprichos que pudimos y debimos ahorrarnos.
Aquello pudo parecerse mucho a lo que había antes de marzo, como un ensayo antes de volver a la vida de siempre. Salimos a morder el verano y recuperar el tiempo perdido –pasados los meses es más fácil entender que lo ganamos– entre marzo y junio, pero siempre con el miedo a que el estío nos devolviera la dentellada: un positivo cercano, un conocido ingresado, un brote, otro… Sí: por entonces se identificaban los brotes. Alguien decidió llamarlos 'clusters', palabro que en su cabeza sonaría más amable. Ese resquemor, el de los clusters, pesaba como el plomo.
Conforme avanzó el mes, los números mejoraron y pareció que el enemigo invisible cerraba por dentro sus cuarteles de verano. Sigo pasando imágenes y me encuentro, en una captura de pantalla, una noticia de este diario: el 20 de julio, las unidades de cuidados intensivos de Granada quedaron vacías de pacientes Covid. Había 13 hospitalizados en planta y el número de nuevos positivos, 14, era irrisorio si se compara con los 1.384 del 29 de octubre. Cerró el viejo Clínico, nuestro 'hospital de campaña'. Casi tengo que frotarme los ojos.
Todos perdimos algo en el confinamiento –un plan de por vida, un ser querido, un amor que no resistió el golpe de la distancia– y quisimos ponerlo todo en su sitio al calor del verano. En parte lo logramos –una escapada a la playa, una caña con los amigos, algún beso de los que duelen al cabo del tiempo–, o eso creímos en aquel mes de julio. Ha pasado solo medio año, pero todo parece lejanísimo, difícil de recomponer si no es a través de las fotos. Si está en la galería del móvil, debe ser porque ocurrió: muchos nos creímos aquel espejismo.
Agosto, Invulnerables | Por Laura Ubago
Agosto es el helado que se derrite y deja un charco pegajoso en las losetas ochenteras del paseo. Es la última brazada hasta la boya y el sonido que se aleja del chill out repetitivo del chiringuito. Agosto sube y baja como un cohete: estalla y hasta el puente de la Virgen sientes el verano en tus manos. Después desaparece y solo queda el olor a pólvora y algunos pocos recuerdos. Agosto sube y baja como la montaña rusa de la feria de Motril, que se acaba con un frenazo seco y un mazazo en la barriga. Este año ha sido la metadespedida. Un adiós dentro de un hasta luego. Al verano, a la libertad, a esa tregua calurosa que nos dejó el coronavirus al que habíamos asestado el primer golpe con el encierro casi hasta el mes de junio.
El coronavirus es el estado de ánimo de un adolescente y en verano nos volvimos a sentir invulnerables. En agosto era verano y fuimos a un hotel. Disfrutamos de los atardeceres desprovistos de mascarilla. Había que respirar en esas vacaciones de virus que se iban diluyendo. Los días corrían más que encerrados y dábamos los últimos lametones a ese helado que se descolgaba como estalactitas.
Agosto fue un mes infantil en el que disfrutamos inconscientes. Y con su final, los días se hacían más cortos y las dudas más largas. Venía la segunda ola, se avecinaba una vuelta al cole con los pupitres sin separar y otra vez nos jugamos el destino a doble o nada. Por eso agosto fue un disfrute con melancolía, con resignación, con borracheras largas y resacas cortas y con esos atardeceres que se querían alargar, como si fuera posible retener el sol un rato más sobre la línea del horizonte. El verano más corto de la historia, las verbenas cerradas y las bocas al aire. Un mes de libertad en el que jodió que empezara a refrescar.
Y todavía, en aquel atardecer, pudimos leer en los labios la última despedida.
Septiembre, Ilusión | Por M. V. Cobo
Mascarillas nuevas, libretas nuevas, normas nuevas. Septiembre arrancaba con dudas que se enterraron al mediodía del 10 de septiembre. El cole, el que habíamos echado tanto de menos en los meses anteriores, volvía a abrir las puertas. Con líneas pintadas en el suelo, geles hidroalcohólicos por todas partes y con itinerarios para que los alumnos no se mezclaran.
Esta vez había que explicarles que no se podía compartir. Ni el lápiz ni las galletas. Que no podían mojarse la mascarilla, que no podían juntarse con su vecinillo, porque estaba en otra clase. Que la mochila se quedaba junto a su mesa y que el termómetro formaba ya parte de su rutina, entre tomarse la tostada y ponerse la ropa.
Con más nervios los padres que los niños, el cole volvió a funcionar, con el esfuerzo silencioso de miles de maestros que se habían pasado el verano midiendo la distancia entre las mesas. Las mellas de dientes caídos, las sonrisas nerviosas y la ilusión la llevaban los pequeños bajo las mascarillas, que pronto adoptaron sin dramas ni quejas. «Yo llego sola hasta mi clase, mamá», me soltó la mano María antes de perderse escondida tras una mochila demasiado grande para sus 6 años –pero es que le gustaba la de Star Wars–. En su clase de Primaria no estaban sus compañeros de siempre, pero le dio igual. Su maestra le pareció maravillosa, aunque no había podido verle completa la sonrisa. Y la ventana abierta no le molesta ni le da frío. En Educación Física hacen montones de juegos de aviones –con los brazos bien abiertos para guardar las distancias– y están aprendiendo a saltar a la comba, cada uno con su cuerda. Este año no ha habido bizcochos de cumpleaños ni les hemos visto bailar el 'Burrito Sabanero'. Pero a ellos –y a nosotros– les ha sabido a gloria un trocito de normalidad, de la de verdad.
Octubre, Jolgorio | Por Diego Callejón
Las hojas secas que separan el verano del otoño tardaron más de la cuenta en caer. Estrenamos octubre con una cerveza en la terraza, mientras el sol nos calentaba. Brindábamos con optimismo porque los vaticinios de la segunda ola, tan escuchados a lo largo del verano, habían quedado solo en un susto. Las vacaciones, mascarilla mediante, las habíamos superado satisfactoriamente. Y aunque era una catástrofe que dábamos por segura, la temida vuelta al cole no disparó ninguna curva. Pedimos la segunda ronda con un poco de euforia. Mientras, las calles de Granada recuperaban cierta normalidad. El incremento turístico y la llegada de los universitarios revitalizaron las aceras, las tiendas y los bares. Y entonces, se nos hizo de noche.
El puente del Pilar nos sorprendió como una madrugada inesperadamente fría. Solicitamos otra ronda, la penúltima, con la sensación de que se nos olvidaba algo. La bajada de las temperaturas nos llevó a resguardarnos en el interior de los locales. Decidimos cenar en casa con los amigos en vez de salir a pasear. Aprovechamos la fiesta de la Hispanidad para viajar. Nos reencontramos con más gente de la cuenta tras el verano.
El termómetro siguió descendiendo conforme avanzaba el mes. Pedimos la última ronda con las mejillas un poco ruborizadas, sin saber si nos habíamos sonrojado por el exceso de alcohol o por la vergüenza de haber cometido alguna estupidez. Quizá fuera por la culpabilidad de haber disfrutado de una fiesta desmedida, como aquella de Ganivet en la que los jóvenes, expulsados de los pubs a la 1 de la madrugada, siguieron con los festejos en la calle. En aquel momento no había toque de queda y esa 'farra' puso a Granada en los informativos nacionales. Fue entonces cuando empezamos a pensar que igual nos habíamos excedido. Mientras pagábamos la cuenta, rezábamos porque la resaca no fuera demasiado dura. No sirvió de mucho. El mes terminó con los políticos echándonos la bronca y anunciando nuevas restricciones. La segunda ola se convirtió en una realidad. Y le echamos la culpa a la noche
Noviembre, Hastío | Por Pilar García-Trevijano
Anochece antes y noviembre no es lo que prometieron. Se parece mucho a marzo solo que sin aplausos ni balcones. Las luces azules invaden de nuevo las avenidas y sus destellos se cuelan por la ventana dibujando sombras en el techo. Doy otra vuelta en la cama. Son las cuatro de la mañana y sigo sin pegar ojo. Encadeno noches de insomnio, pero despierto en el mismo sueño: me levanto y la ciudad no es la misma; hay un color distinto en las fachadas; vuelve el gris de las persianas bajadas y la tristeza a las aceras.
Casi nadie por las calles. Deambulo con cuidado para no sobrepasar los límites del municipio. Hoy es aquel futuro que pensamos en ese bar y que no se parece en nada a lo que imaginamos. Me gustaría prometer que otro mes cualquiera volveremos a sentarnos en nuestra mesa, pero el local ha cerrado y está a la venta.
Mientras los hosteleros protestan en la autovía, Edu hace las maletas. Se ha quedado sin trabajo y vuelve a casa, más mayor y con la frustración de no poder llevar la vida que dijeron que le correspondía. Por fin una buena noticia, los contagios empiezan a bajar, la Costa recupera la nueva normalidad. Otra desescalada, la historia se repite: cierran los negocios para reabrir semanas más tarde, al menos los que han logrado resistir a las restricciones. Poco después el resto de la provincia le sigue el ritmo con nuevos horarios.
En un parpadeo, estamos rozando diciembre. Quizás no consigamos salvar la Navidad, aunque hemos sobrevivido al año, que no es poco. Once meses tachados del calendario y a las puertas de 2021 aparece ante nosotros un orgiástico futuro donde los sueños resultan demasiado próximos como para esquivarnos. Año nuevo, vida nueva… ojalá fuera tan fácil cerrar con doce campanadas etapa y recuperar el viejo mundo.
Diciembre, Esperanza | Por J. J. Hernández
El cielo de Granada debe de estar en uno de esos poblados corredores aéreos por el que navegan infinidad de aviones. Estaba acostumbrado a ver entrelazadas las estelas de humo que van o vienen a cualquier lugar del mundo cuando la gente se movía, se rozaba o acudía a sus puestos de trabajo con normalidad. Si era de noche se apreciaban pequeños destellos luminosos a miles de kilómetros de altitud. Un día reparé que sobre Granada no había ya surcos de vida y que por las noches había desaparecido el parpadeo de las luces de posición, y escuché entonces el silencio, una inquietante sensación que no había tenido antes. Tuve la impresión de que todo estaba como congelado, la propia ciudad permanecía apagada y acallada y el cielo se exhibía despejado, desnudo de tránsito y vacío de sueños.
La sociedad había entrado en una larga pesadilla por una pandemia mundial que había puesto patas arriba la normalidad de nuestras pequeñas y grandes cosas, nos había obligado a mantener distancias -y eso que somos de abrazos y besos, de caricias y apretones de manos-, y había cerrado cines, teatros, jardines y bares, y de camino multitud de empresas y negocios que dejaban de fabricar. «En la calle se ve y se oye la tristeza», me decía un amigo por teléfono cuando el cansancio se había cobrado ya los aplausos de los meses de atrás, el entusiasmo por la repostería casera y hasta el estribillo del 'Resistiré' sonaba a decepción. Cundía el desánimo y el dolor por las ausencias y las cifras de contagiados y muertos se amontonaban tanto que nos parecían datos y gráficos incapaces de hacernos sentir nada. Y cuando todo parecía perdido, justo con las últimas bocanadas de un año que la mayoría queremos olvidar, la ciencia iluminó la esperanza en forma de vacuna, de dosis de esperanza para combatir un virus que nos ha mostrado la debilidad del ser humano, pero también la fortaleza de la ciencia para responder a un desafío colosal. Queda camino, mucho, hasta que la 'normalidad' vuelva a nuestras vidas, pero hoy he visto de nuevo estelas de aviones que brillan sobre el cielo de Granada.
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Amanda Martínez | Granada, Amanda Martínez | Granada y Carlos Valdemoros | Granada
Jon Garay e Isabel Toledo
J. Arrieta | J. Benítez | G. de las Heras | J. Fernández, Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras y Julia Fernández
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