Te ganaba en las distancias cortas. Con su voz abovedada, el abrazo franco y la mirada limpia de sus ojos grandes, Carlos Nestares, te llevaba de la mano a la conversación amigable y la charla sincera. Me lo presentó mi padre al inicio de la ... década de los setenta, cuando le estaba barnizando lo que después conoceríamos todos como el restaurante Las Tinajas. Una obra de ebanistería que llevó a cabo su amigo Manolo Segura, amante de la bicicleta de carreras, que tenía su taller en la calle Real de Cartuja, frente a la fachada del Hospital Real. Carlos se interesaba mucho por la técnica que mi progenitor estaba empleando en su establecimiento. Algo novedoso entonces, que consistía en aplicar barniz de yate en las maderas más expuestas a la erosión, como por ejemplo, la barra del bar, y el aceite de linaza para las baldosas de barro, que las protegían de manchas y suciedad. Mi padre ya había empleado con éxito el barniz de barco hacía mucho tiempo, en madera a la intemperie, como la baranda exterior del Carmen de los Rodríguez Acosta en el Albayzín, con unos resultados de protección en el tiempo, realmente sorprendentes, labor que repitió en el desaparecido restaurante La Vidrieras, ubicado en el final de Recogidas con el Camino de Ronda: aceite de linaza para proteger las baldosas porosas de barro cocido y barniz yate para la barra de madera.

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La Mancha

A poco que uno rasque en la ciencia, resulta sorprendente estudiar las cualidades de este aceite que se obtiene de las semillas del lino, una planta herbácea de la familia de las lináceas que se ha consumido y empleado para métodos medicinales desde la Antigüedad y cuyo sabor es similar al de las nueces. De hecho, este aceite es bueno para reducir el colesterol tan temido en estos tiempos, mejorar la función intestinal, regular la presión arterial, aliviar el dolor menstrual, llegando incluso a ser recomendado para los dolores de la artritis, entre otras muchas aplicaciones. Y este mismo producto, protege a la madera y otros materiales empleados en la construcción de agentes externos, y también en la fabricación de barnices. Por eso las marquesinas, puertas, barra y escaparates de las bodegas La Mancha presentan ese aspecto inmejorable. Esta creación es fruto del trabajo de mi tío, el tallista, pintor, escultor y dorador Antonio López Marín, que un día recibió el encargo de Pepe Torres para realizar algo original y duradero, que persistiera en el tiempo y que reflejara la grandeza creativa de los artistas granadinos, que todavía tienen mucho que decir en un mundo ganado en principio por la formica, el realyte o el aluminio, pero que cuando el dueño es una persona sensible y amante de las tradiciones artesanas de su tierra –como es el caso– permite a los creadores dejar para la historia trabajos que merecen ser reconocidos, en un mundo en el que los plásticos y los poliéster se imponen por su dureza y baratura.

El bocadillo y su entorno

No existe mayor placer que tomarse un bocadillo 'granaíno' por los dos cantos del pan, como el de alcachofas con anchoas y mayonesa, sobre una gruesa barra de madera barnizada, bajo el noble escudo de la casa, tallado en madera y dorado al efecto, mientras se observan en el espejo enmarcad, los chorreones del jugo de unos jamones colgados de sus correspondientes ganchos, amparados por una pared recubierta de unos mosaicos en greca de cerámica a la cuerda, que recuerdan las viejas escenas de El Quijote, con los que en otros tiempos estaban tapizadas las paredes de nuestras más excelsas tabernas. En este ambiente costumbrista, el parroquiano puede degustar otro manjar ilustre de esta tierra como es el bocata de habas con jamón, invención claramente granatensis, solo apta para paladares finos, educados en el fondo de nuestras tinajas costumbristas de rancio abolengo, aquí presentes ante el hambriento, que se siente abrigado por la estética de una vieja radio de madera, el paso en miniatura de mi virgen de La Aurora, guapa, guapa y guapa, y los carteles cofrades producto del mecenazgo de tan generoso mesonero.

Castañeda

Si acaso el sabor del originalísimo vermut me hiciera salir de aquí en busca de la nostalgia, sin duda recalaría en la calle Almireceros, donde nació la tal bebida, fruto de la invención de un estudiante salmantino que un siglo atrás paso por Granada y dejó escrita la receta de tan exquisito manjar, compuesta por diecisiete licores distintos, cuya composición ahora se lleva a cabo en tierras cordobesas, siguiendo fielmente lo indicado por el charro que se enamoró de la tierra de la Alhambra. Apostado en la barra, bajo la cabeza del toro, recuerdo cuando entraba con mis padres y debíamos cambiarnos de lugar porque estaba prohibida la entrada de mujeres, a no ser que se colocaran en un espacio acotado al público, separadas de los hombres, y que tenía su entrada exclusiva por la placeta de la Sillería. Cuando iba solo con mi padre, si podíamos permanecer en el recinto mayor, pero si venía mi madre, teníamos que ponernos enfrente, en el espacio reservado para las mujeres. Eran los tiempos de aquellos mosaicos en los que se advertía a la clientela que se prohibía terminantemente el cante y que estaba reservado el derecho de admisión. De hecho, presencié más de una vez cómo algún parroquiano, llevado por la excesiva ingesta alcohólica, se atrevía a lanzar un quejío como inicio de un cante, y en ese momento, el camarero más cercano se quitaba el mandil, saltaba la barra y lo sacaba a empujones del lugar. Las risas eran generalizadas, mientras pedíamos otro vermut.

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