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Nacer en el Albaicín te proporciona un conocimiento del lugar y sus gentes, que te hace distinguir entre esa vida de Puerta Real y ese barrio milenario, sedimentado por tres culturas, o tal vez, cuatro, en el que la vida discurría en otro 'tempo', con ... la impronta de un carácter propio y diferenciador en sus gentes. Mis ojos de niño vieron funcionando aquellos telares, junto al cuartel de la Guardia Civil que comandaba el cabo Colomera, y los serones de aquellos mulos repletos hasta los topes de cacharros de Fajalauza, que sobrevivían a tan rudimentario transporte, unas veces envueltos en papel de periódico, y otras, separados por un puñado de paja. Ahora que Cecilio Morales no me oye, vengo en decirle que fue un vecino ejemplar, entregado en cuerpo y alma a las vasijas de barro, y que nadie antes que él puso a la cerámica granadina, en las más altas y nobles mesas y vitrinas de la realeza española. Con el tinte exacto, la pincelada justa y el tiempo de cocción precisos, Cecilio ha sido toda su vida un ejemplo de lo que de verdad entraña ser una artesano que linda con el arte, y la buena hechura humana. Su legado es imperecedero, y me consta que está en buenas manos.
Cuando avanzaron los tiempos, Cecilio cambió la tracción animal para el transporte de sus codiciadas piezas, y vimos 'La Fajalauza' viajar a su destino en flamantes 'Iso carros'. El año en que yo nací, salió al mercado el primer motocarro, que fue adelantado a principios de los sesenta por el 'Iso Titán', mi amigo Antonio Baquero sabe de lo que hablo. Aunque debo confesar que quién mejor me enseñó la moto 'Iso', es mi querido y admirado Luis Curiel, que un día en el sótano de su local en la calle Chueca, me la explicó pieza a pieza. Luis Francisco Curiel Aróstegui y de la Plata, me ha formado en materia de motores, como buen alumno de Maestría Industrial en la calle Pavaneras. Luis me enseña cada vez que tengo una duda en motores de explosión, porque aunque vive como un marqués, en casa noble de la Cuesta de la Victoria frente a la Alhambra, me coge el teléfono cada vez que es preciso, y me pone al día de la historia y sus avances. Es la suerte de tenerlo como amigo desde que, la Vespa con sidecar y el Biscúter, eran nuestra ilusión para la próxima compra. He tenido siempre la fortuna de rodearme de amigos enamorados de aquellos viejos cacharros, como tartanas, que los mimaban y paseaban con ellos por las calles.
Lo mismo que Luis Curiel me puso un día a los mandos de su avión –'La Volaera' la llama él– mi inolvidable amigo Zambrano, de la farmacia más longeva de Reyes Católicos entonces, me puso en las manos un día, el volante de madera de una de sus joyas centenarias, para darnos un paseo alpujarreño. Y me ocurrió lo mismo con mi profesor de Otorrinolaringología, Eloy López Menchén, amante pionero de los coches clásicos, con un Mercedes negro de principios del siglo pasado, con el que un día fuimos a la Malahá, para ver el cuerpo momificado del famoso soldado, que una mujer amable nos mostró en el zaguán de su casa. Por cierto que en los últimos días de la Cuaresma, me dio mucha alegría ver y saludar a su alumno predilecto, el doctor Juan Cobo, que sentado en la placeta de Carlos Cano, aguardaba el atardecer, y con el que comparto inquietudes cofrades y rocieras desde el principio de los tiempos en los que no había más colonia que 'Varon Dandy'. Mi mayor tesoro son mis amigos, aunque como ya he dicho en alguna ocasión, por razones de edad lógicamente, tengo más en el cementerio, que andando por la calle. A veces si paso lista me da por llorar, pero pronto me repongo, porque fue mucho lo que me dieron y lo que aprendí de ellos, y eso es un legado impagable, una deuda perpetua de gratitud, amor y amistad.
Cuando me saqué el carnet de conducir, mi padre me compró un R-10, de segunda mano matrícula de Barcelona, que de fábrica –vivan los ingenieros listos– traía el depósito del agua de cristal, con lo cual, pese al mantenimiento esmerado de mi coche, que corría a cargo del mejor mecánico que ha dado esta tierra llamado José Ortega López, en la calle Santa Bárbara, un día de verano caluroso, de aquellos años setenta, por la nacional 323 Bailén Motril, a la altura de Campillo Arenas, el correíllo se partió con tan mala fortuna que, salió disparado rompiendo en mil pedazos el depósito del agua, obligándonos al doctor José Luis García Puche, mi copiloto, y a mí, a parar cada cien metros por ríos, ventas y acequias, para rellenar de agua una lata de aceite de repuesto que yo llevaba siempre en el maletero, y de esta forma poder llegar a Granada de regreso, tras haber tomado un vino añejo, y una tapa de queso con rosquilla en la centenaria taberna jienense 'El Gorrión'. Como sé que está en el cielo por buen oncólogo y mejor persona, que ya es decir, se estará desternillando de risa al leer esto, que he mantenido en secreto hasta hoy. Espérame ahí arriba todo lo que puedas, amigo.
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