Cuando pasan los premios, las derrotas, las estrellas fugaces y voraces, los festejos con llanto y las decepciones mal disimuladas, vuelven quienes nunca se habían ido. Cuando pasan los pasos, los dudosos desfiles, las suelas que no suelen pisar el mismo suelo que su público, ... vuelven quienes limpian.

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Por estas escalinatas del Palacio de Congresos subieron, bajaron y quizá tropezaron las celebridades de los premios Goya. Son exactamente cuarenta y cuatro escalones, cifra que suena a buena suerte o maldición, según cómo le haya ido la noche a cada cual. Antes de los ríos de champán corrieron los chorros de agua, disparados a ciento veinte grados, con el fin de que todo reluciera por una sola noche. Para la manchada realidad ya tenemos el resto del año.

Las primeras alfombras ceremoniales se tendieron en una epopeya de Esquilo hace dos mil quinientos años, que es un poquito más de lo que llevamos rezándoles a los dioses por una redistribución equitativa de la limpieza en las ciudades. Parece que aquellas alfombras eran más púrpuras que rojas, y sólo las figuras del Olimpo tenían derecho a pisarlas. No parecen haber cambiado demasiado las cosas desde la democracia ateniense.

Al fondo, dibujada con compás en el cielo, la rueda de la fortuna gira y gira repartiendo sus caprichos. Puede que la vida dé muchas vueltas, pero hay quien recibe oro con frecuencia y a quien nunca le toca ni un premio consuelo. En la noche circular de los Goya unos pocos quedaron ahí arriba, colgados del firmamento, saludando entre los flashes de los astros, y otros muchos no pasaron del suelo con árboles pelados y tierrita. Hubo ataques de vértigo, lanzamientos al estrellato y más de una ilusión que terminó estrellada.

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La palabra 'noria' proviene del árabe y alude a una máquina de agua. No parece casual. Porque después, cuando pasan las vueltas, los giros de guión y los mareos, siempre vuelven a escena quienes nunca se habían ido: quienes limpian lo que ensucian los zapatitos ajenos.

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