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En mitad del camino, las huellas se borran y el horizonte se pierde: a veces somos personajes cabizbajos en la niebla. La realidad puede tener ... costumbres perras, ladrarnos un mal día. Pero ese cuadrúpedo elegante, seguro de sus pasos, con la mirada atenta, parece más real que el espacio fantasma que recorre.
El sol dimitió un rato de Granada y la transformó en otra ciudad. En una de sus admirables crónicas, nuestro compañero Cabrero (por nombrarlo con una rima indigna de su prosa) capturó este diálogo mientras deambulaba por el centro. «Parece Londres», se asombró alguien en plena calle Recogidas. «Sí, pero en bonito», respondió su acompañante con amor al terruño. Bueno, tampoco hace falta subestimar el Támesis. Ni idealizar una calle invadida de motos, hoteles y zapaterías.
La niebla nos obliga a un esfuerzo de lectura. Todo lo que dábamos por sentado se pone en duda, se hace interrogación de cuerpo entero. Por culpa de este poético fenómeno, hubo que cancelar media docena de vuelos en Andalucía y desviar otros tantos, incluyendo uno que despegó de París y —en vez de llegar a Granada— terminó aterrizando en Málaga: hasta la niebla tiene sus metáforas políticas.
¿Qué hay detrás de los límites de una ciudad? ¿Somos capaces de ver con nitidez cómo es la nuestra? Alrededor del perro y de la amiga que atraviesan la mañana, por ejemplo, el ojo se pregunta durante un instante si de verdad existen dos barreras, o quizás una sola duplicada por la bruma.
El poeta Auden, que como buen británico adoraba el mal tiempo, escribió justo antes de su último otoño: «Enemiga del apresuramiento, por mucho que intimides a los coches y aviones, y todos los volantes te maldigan, celebro que nos hayas visitado». Lo tituló 'Gracias, niebla'. No sé si, más al sur, hubiera cantado lo mismo. Yo no lo veo claro.
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