Cerda, puerca, gorrina. Chancha, marrana, porcina. La vida es todo eso y mucho más. También es mucho menos. Mucho menos cerda, quiero decir.

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¿O quizá la vida se parece al paisaje, al entorno en el que correteamos y nos desenvolvemos los muy puercos humanos? ... Naturalmente, ese paisaje tiene sus patrimonios y sus estercoleros, sus monumentos y sus montes pelados, vistas sublimes, adefesios y contaminaciones varias.

Agacha la cabeza el cerdo humano: se concentra muy bien en sus marranerías, va dejando su huella (y alguna cosita más) allá por donde pisa. Puede ser tan verraco, tan injusto que hasta se permite hacer comparaciones con otros mamíferos mucho más pacíficos y dignos.

¡Oinc! Un momento. ¿Y si las verdaderas cerdas fuesen las circunstancias, los obstáculos que vamos encontrándonos y nos hacen la vida puercamente difícil? En tal caso, nuestra atención se centraría justo ahí, en esa piedra en el camino. Sólida, terca. Ni bonita ni fea. Inevitable.

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Qué conflicto, la piedra. La de siempre. La nuestra. ¿Qué hacemos? ¿La ignoramos como si no existiese? ¿La miramos de reojo mientras seguimos adelante? ¿O mejor nos vamos de cabeza contra ella, dale que te pego, cráneo sapiens contra mineral rocoso, que para eso somos animales únicos?

Observado con perspectiva, el tiempo es inexpugnable como la Alhambra. La vida en su interior jamás se detiene, aunque a veces parezca que se rinde. Nos encerramos con un puñado de creencias en alguna torre, hasta que alguien asalta nuestra fortaleza, que tiende a ser menor que nuestras debilidades.

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Pienso en esa criatura robusta y empeñada en explorar el escenario, acaso preguntándose hasta qué punto será libre de ir por donde va. Mi semejante, mi hermana. El ser humano, dicen, es el único animal capaz de tropezar toda la vida con la misma piedra. ¿A que tiene su mérito?

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