Agoniza –por fin– este mes de los muertos y el asunto no pinta bien, porque se han vuelto a repetir las desgracias que vienen acaeciendo con motivo de la celebración de los que ya se fueron. Empeñados cada año en darle una vuelta de tuerca ... a las celebraciones de Halloween, los muertos se cuentan por decenas en todo el mundo, de gentes que disfrazadas salen a una supuesta fiesta cuando en realidad van al encuentro con la muerte. Es como una antología del disparate: vayamos a divertirnos que terminaremos en una fría mesa del Instituto de Medicina Legal correspondiente. Y no solo no escarmentamos, sino que las cifras van subiendo cada año. Muertes inesperadas, cuando la idea era pasarlo bien con los amigos, de ahí que se cumpla la premisa de quienes creen que los muertos vienen a este mundo otra vez y se manifiestan. Unos porque no se han dado cuenta de que han fallecido, ante el shock que ha supuesto su muerte inesperada; otros porque les quedaron cosas por hacer en el mundo de los vivos; y algunos, los más traviesos, para molestar a los vivos apareciéndose o moviendo cosas, incluso hablando en psicofonías.
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En el año 2014 de nuestra era, el compañero y maestro Juan José Benítez publicó un libro titulado: 'Estoy Bien', en el que recoge con naturalidad para unos y, estupor para otros, ciento sesenta casos documentados en los que personas fallecidas han vuelto a este mundo para comunicarse y hacer el bien a los vivos. Recuerdo uno de esos casos en los que, en el campo de batalla, un soldado guio a sus compañeros en retirada por un terreno minado salvándoles a todos la vida. Cuando éstos llegaron sanos y salvos al acuartelamiento, les dieron la noticia de que quien los había puesto a salvo llevaba muerto una semana tras un bombardeo enemigo. Hablo de memoria pero la historia es cierta y está documentada como el resto de las 159 que componen el volumen y se ha convertido en pieza de coleccionistas.
La literatura tiene mucha culpa de que la aparición de muertos se vea rodeada, de circunstancias que tienden a meter miedo, a sugestionar, o amedrentar a quienes presencian un fenómeno de este tipo. Parece obligado que un fallecido se tiene que aparecer de madrugada, en una habitación oscura, tan solo iluminada por los relámpagos de una tormenta y una música tenebrosa de fondo. Mi experiencia me dice todo lo contrario.
Yo estaba una tarde de verano en la plaza de Las Pasiegas, disfrutando con mi mujer de un concierto de la Banda Municipal de Granada, bajo la dirección de Miguel Sánchez Ruzafa. En un momento de la interpretación, mi mujer me tocó en el brazo y me dijo, ahí está tu padre. Y allí estaba mi progenitor, atendiendo a los músicos y lo que tocaban, a una distancia de unos cinco metros de nosotros, con su ropa habitual, sus zapatos característicos y sus no menos personales gafas de sol. Me acerqué a él, pero en ese momento se me cruzaron unas personas por delante, y cuando llegué al sitio, mi padre ya no estaba. Hasta aquí todo normal, sino fuera porque había fallecido un año antes. Esto no me lo ha contado nadie, ni lo he leído en ningún sitio, lo he vivido yo, junto a mi mujer.
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Era un personaje muy querido en toda la familia, porque por su profesión de matrona, nos había traído al mundo a casi todos. La tita Águeda era en realidad hermana de mi abuela Juana, había desarrollado toda su vida profesional en el hospital Ruiz de Alda, y la vida no la había tratado bien porque, en la guerra incivil, le mataron a su único hijo varón. Un alférez de aviación que al ir a revisar las trincheras un franco tirador le metió una bala por detrás de la oreja que le salió por un ojo y regresó a casa en un féretro de zinc. Para colmo, su marido falleció poco después de manera repentina, así que sola en el mundo con su hija María del Carmen, la tita Águeda nos tenía a todos como su familia más cercana y todos la queríamos.
Una mañana me acerqué al hospital donde convalecía mi abuela de unas hemorragias intestinales y la vi extrañamente espabilada para su debilidad patente. Los médicos dicen que es la mejoría de la muerte y, es cierto, porque esa misma tarde, falleció. Estuve hablando con ella, nos reímos un rato y le pregunté porque estaba tan contenta, y me contestó: «Es que toda la noche ha estado sentada en esa silla a los pies de la cama, mi hermana Águeda». La visita de una hermana a otra que está enferma es algo natural, pero en esta ocasión no lo era, ya que la tita Águeda, había fallecido cuatro años antes.
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No quiere el cronista cansarles con asuntos de familia, pero no me resisto a contarles que el día que mi madre se estaba probando el vestido de novia en el dormitorio familiar de nuestra casa albaicinera, en uno de los momentos la modista le dijo: ¡Gírate! Que quiero ver cómo queda la cintura por detrás. En ese momento miró al fondo del pasillo, y allí estaba su padre, sonriente como no podía ser de otra manera, al ver que su hija ya se casaba con tan solo 18 años.
Todo hubiera sido normal, si su padre, mi abuelo Rafael Rubio Carmelino, no hubiera fallecido cuando ella tenía tan solo, ocho años. En fin, que venir vienen.
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