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Hace ya algunos años, aquel día, don Pablo –no había otro Pablo que Neruda, muerto ya Pablo Picasso–, en la punta del mundo, en Isla Negra –no hay más que asomarse al mapa donde da la vuelta el aire, en Chile–, envuelto en su ... poncho de uniforme, al pie de sus mascarones de proa, de la colección de botellas de ron vacías, con el milagro de un barco de vela, entre caracolas, erizos de mar, estrellas submarinas y aquel viento que sin misericordia azotaba los grandes ventanales –a prueba de bala, pienso– después de haberme definido a Federico García Lorca, de quien yo buscaba una definición, me dijo aquello que les he contado tantas veces:
–Federico era un enviado especial de la alegría...
Bueno, pues aquel día, mientras me aconsejaba –cosa que ya me había hecho cuando fui a felicitarle en nombre de ABC al ser elegido embajador de Chile en París, ya premio Nobel– va y me dice con su león enorme de trapo:
–¿Conoce usted ya Valparaíso? Es una ciudad que ha venido del mar, que está hecha de casas de madera de los barcos naufragados. Yo tengo ahí una de mis casas, a la que quiero mucho. Es mágica, como lo son también mis casonas de Santiago de Chile y mi castillo de Normandía, que me compré con el dinero del Nobel… Vaya, y de paso en el camino encontrará Casa Antonia. Pídale de mi parte que le haga una tortilla de erizos, que le van a saber a océano… y después disfrute de esa ciudad, que un día habrá de llevarse la mar, porque es suya sin duda.
La recomendación no dejaba lugar a dudas. Cierto, arriba del todo, en lo alto de una cuesta empinada, estaba la casona, el 'casoplón' –término que entonces no se usaba– de don Pablo. Formaba parte de la visita turística a la ciudad donde tantas veces me habría gustado quedarme, pero para siempre, aunque después me llevara el agua, que cerca está, muy cerca.
De Valparaíso se sale para la isla de Juan Fernández, que es la de Robinson Crusoe. A mí también, como náufrago que soy, me hubiera encantado sobrevivir un tiempo, salvaje, y aunque no fuera de la fruta del mango, de la carne de aquella tabernera del puerto olvidado que se llamaba Viernes, como el compañero encontrado de Robinson… Y perdonen la locura del viejo verde que a veces también, como a todos, me asalta… ¡Aquellos ojos verdes!
Pero estaba en Valparaíso, ciudad tan parecida a Cudillero, de donde soy aún hijo adoptivo, creo, presidente de honor de la Sociedad de Amigos, y donde en su día tuve una casa en la que no dormí una sola noche, no, y en la que guardaba, entre otras cosas de aquella loca aventura, la medalla de Asturias. Sí, la Medalla de Asturias, que me concedieron el mismo día que al arzobispo de Toledo, monseñor Álvarez, y al entonces director de la Academia Española.
En fin, memorias que no sé cómo me salen de pronto, pero que no puedo remediar contarlas por si es la última vez que recuerdo, ya que mi futuro no es otro que mi pasado.
Estábamos en Valparaíso. Escribí aquel artículo oscilante, diría yo, como un barco de vela en mitad de una tormenta, cuando hacía la crónica de América para ABC, que duró todo un año, día a día... Y después fue, ni más ni menos, que uno de mis mejores veinte libros, con el mismo título que aún hoy se encuentra en alguna librería 'de viejo', más que 'de viejo', 'de viejísimo'. No llegó a ser, las cosas como son, un éxito editorial, pero a pesar de todo no se encuentra. Y ahí, al final de los artículos de Chile, por el que empezábamos, desde abajo hasta arriba 'Un fabuloso disparate llamado Valparaíso'. ¡Dios mío cómo lo recuerdo! Si vieran...: «En Granada, en mi Granada española, hay también un lugar no muy conocido por los mismos granadinos que se llama Valparaíso... Mereció la pena, don Pablo. Recorrido por una ciudad hermosa y loca, colgada sobre el Pacífico». El Pacífico no hace honor a su nombre, porque cuando se desmelena se llena de huracanes y convierte el fondo del mar aquel en un cementerio de barcos.
El director del diario 'El Mercurio' de Valparaíso, que creo ya estará criando malvas –aunque parece que la gente que dura perdura en este final del mundo– era don Francisco Le Dantec. Un día, tomando algo que el mar acababa de traer –estaba tan fresco que aún saltaba en aquel plato–, en un navío naufragado de los que hacían la ruta increíble, durante casi un día navegando rumbo a la Isla de Pascua, que no es donde acaba el mundo sino más bien donde empieza, me confesó:
–Joven (porque entonces, ya con algunas hebras de plata en mi barba de ballenero aún parecía joven), que sepa usted que he sido director de este periódico chilenísimo, y lo que a mí me hubiera gustado ser es tan solo cronista de este lugar donde estamos…
Y va y le responde el enviado especial de ABC:
–Como yo, maestro, solo cronista.
Hoy tiene el valor de un raro documento esta crónica, llena de nombres, de citas, con un fuerte olor a mar oceánica, escrita y publicada hace ya tantos años, tantísimos, que pueden buscar si no encuentran mi libro en la gran hemeroteca de ABC, donde nació mi querida, única, crónica americana.
Quién iba a decime a mí, ya tatuado con un barco de vela en mi brazo derecho, que llegaría a merecer esta responsablidad de escribir de Granada y sus pueblos, aunque a veces no escriba de Granada… Ya era cronista entonces, hace creo más de treinta años, aunque aún no tenía el pergamino de mi nombramiento.
Aquella ciudad, que trepaba por los montes, Valparaíso, sigue ardiendo hoy, todavía. No se sabe si es un pavoroso incendio, el intento de asesinato de una leyenda magnífica, sobrecogedora. No me hubiera importado quedarme a vivir en aquella casa fabricada con maderas pintadas de diversos colores (azul, verde, blanco, rosa, rojo y amarillo), donde aún permanecían los nombres con que fueron botados: 'Alicia', 'Martranquilo', 'Don Céspedes'… Debo volver a leer mi crónica inmediatamente. A ver si la encuentro. Aún conservo el último libro, por cierto, de Sevilla, dedicado a un buen amigo de toda la vida. Me costó diez euros. El día que me hice con él sentí alegría y tisteza al mismo tiempo; es lógico.
Llaman a la puerta. La santa, mi esposa, me trae un paquete. Lo abro con mano temblorosa (más aún de lo normal). La fundación Agua de Granada, de la que sigo siendo, generosamente, copatrón, me envía una botellita con un lazo azul. Y dice: 'Agua del Aljibe del Rey'. Tiene dentro extracto de las plantas del Carmen de la plaza de las Azucenas. ¡Milagro claro! Del agua salada al agua dulce. Algún día no muy lejano –no me queda mucho tiempo–, haremos ese prodigio de colgar en ese salón que aún nos queda esa exposición que yo deseo desde hace mucho tiempo hacer, con todo lo que el mar me trajo y también se llevó a lo largo de toda una vida, desde que aquel niño de pueblo vio por primera vez la mar, en la Costa de Granada.
¡Ay mi Granada!
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