Arturo Fernández: la hiedra y la piedra
Crónicas granadinas ·
Tico Medina
Granada
Domingo, 7 de julio 2019, 01:37
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Tico Medina
Granada
Domingo, 7 de julio 2019, 01:37
Osea, parecía como de hiedra, suave y dulce, fresquito, agradable, asturianísimo; pero era de piedra. Mejor dicho: bajo la hiedra, la piedra. Estoy diciendo mucho estos días, a quien quiere preguntarme sobre el tema, cómo era de verdad Arturo Fernández, del que se han dicho ... tantas cosas merecidas en las últimas jornadas.
Pocos, muy pocos estaban en el secreto de que durante un tiempo, cuerpo a cuerpo, cara a cara, boca a boca, escribí sus memorias. «Mejor llamarlas recuerdos, que memorias saben a otra cosa...».
Y yo le recordaba aquel día de hace ya muchos años, cuando Acapulco era Acapulco, en la noche de aquel festival de cine. Miguel Alemán hijo me presentó a María Félix bajo el millón de estrellas, y le dije casi tiritando de emoción aquello de: «No sabe usted, señora, lo que me gusta, lo que siento al saludar personalmente a una hermosa y verdadera leyenda». Y ella fue y me respondió irritada con aquella voz suya de flamenco profundo a las cuatro de la mañana: «Joven, no me llame leyenda, porque es una palabra que suena a muerto».
Y nos reíamos los dos, Arturo y yo, cuando escribíamos los recuerdos en su casa de Guadalmina, en Marbella, bajo aquel cuadro de flores carnívoras. Así durante días, en aquellos largos fines de semana cerca de donde tenía una casa el periodista irrepetible José María García, flamante premio Pedro Antonio de Alarcón, al que a veces veía correr de mañana por la ribera de la playa de las Siete Estrellas. También pasaba por allí Laura Valenzuela, ya viuda de su marido el productor de cine. Era la milla de oro del verano del sur, cuando aún no había despegado del todo Granada, que ahora está en su mejor momento... Porque la Costa del Sol donde nació fue en Granada. ¡Ay, mi Granada!
Hablábamos a primera hora, después de un ligero desayuno, mango incluido, que nos preparaba elegante y eficiente Carmen Quesada, la mujer a la que más amó Arturo Fernández. Es un viejo amigo del que estoy diciendo mucho en estos días, que nunca me dijo 'chatín', quizá porque se lo decía a todos, era su marca de la casa, asturiano en su acento y en su vida, Don Pelayo en la tierra de Aliatar, querido Arturo Fernández. Recuerdo las cintas y cintas del pequeño y viejo magnetofón escribiendo sus historias desde que era niño.
«Que sepas que estos días he vuelto a la vieja colonia que se llevaba entonces tanto, sólo para pocos bolsillos, que se llamaba Lucky Strike, para recordar aquellos primeros años cuando me vine a Madrid con lo puesto, como quien dice...» Y los primeros retratos 'flashback'. «Me crié sin padre, porque mi padre, que era un obrero asturiano sin más, se exilió en París, se fue cuando acabó la guerra y después volví a verlo en una estación de tren, cuando él llegaba y yo me iba... Aunque siempre tengo el recuerdo de mi madre, que era una guapa mujer, muy 'guapina', aquella mujer joven con las manos llenas de sabañones lavando los anchos vasos de sidra asturiana de la taberna donde trabajaba...».
Me contó todo. Hasta el final. Hasta el tuétano. Horas y horas grabando. Luego íbamos a cenar en aquel cenáculo donde él florecía siempre como un árbol natural, un álamo elegante, con lo que se pusiera encima, porque tenía una percha excelente hasta el último momento. La última vez que lo vi fue en la calle Martínez Campos, entrando o saliendo del teatro Amaya -su segunda casa- donde representaba 'Alta seducción'.
-Podríamos llamar a todo esto eso que tú habrás dicho tantas veces, Arturo.
-Por ejemplo...
-¡Vida mía! Porque es lo que estamos reuniendo.
-Bueno, pero que sepas que igual lo he dicho muchas veces en mi vida, pero siempre en escena o por el guion en el cine, pero pocas veces lo he dicho de verdad, en la vida verdadera.
-Si acaso a tu esposa, Arturo...
-¡Ea! Vale, eso sí. Y muchas veces.
Era grande; es grande ese español que ya ha encontrado sitio en donde él quería, en Gijón, cerca de la mar. Él nunca decía 'Xixón', como se dice ahora en bable, porque era de la ola verdadera. Con 90 años cumplidos era mucho más que eso que se llama 'eterno galán' y que ahora dice felizmente todo el mundo.
Era mucho, muchísimo más: piedra española, granito del que ya no queda, siempre verdadero, de los más valientes que uno ha conocido en su vida. Entre otras razones, porque estaba trabajando en la dura empresa del hambre -del hambre, sí-, aquel niño sin padre que un día con la maleta vacía -o casi vacía- en la mano fue emigrante dentro de su propio país, ya entonces llamado España. Más que ahora, que ya no sé cómo se llama.
Era valiente a la hora de escribir. Ahí están las páginas de ABC en las que siempre que quería decir una cosa y por escrito, la redactaba. El querido Arturo, que siempre estaba cuando le llamaban por teléfono. El esmoquin era su segunda piel. Arturo, aquel al que un día, después de empezar la película 'Yo soy ésa' con Isabel Pantoja, fui y le pregunté: «Arturo, campeón, tú que has tenido la inmensa suerte de besar a Isabel Pantoja en la boca... ¿Me quieres decir a qué sabe?». Y Arturo fue y me respondió -parece que le estoy viendo ahora mismo-: «¿Que a qué sabe Isabel? Sabe a hierbabuena».
En otros tiempos, claro. Ahora Isabel sabe a isla, a cangrejo de mar, quizá a... cárcel. Porque está ahora en otra cárcel, no sé si peor que la otra, porque ahora no sólo no puede escapar, sino que tiene horizontes...
Arturo, a veces, parecía limpiarse una lágrima. Duro como la piedra, suave como la hiedra. Arturo, en el restaurante asturiano donde siempre pedíamos cachopo, sabía tirar la sidra como nadie, aunque no ejerciera. Me gustaba aquel inmenso señor -que nunca señorito, eso jamás- que siempre estaba en su sitio, aunque llevara un pañuelo de lunares al cuello o fuera vestido de torero. O si, por el guion, no tenía más remedio que acostarse con dos suecas a la vez. Arturo, qué les cuento...
Teníamos ya toda la historia de su vida grabada en las viejas cintas cuando se las mandé a Raúl Torres, espléndido periodista, a su casa de Cuenca, para que las pasara a papel. Yo no tenía tiempo. Un día, después de muchos meses de pedirle el enorme documento, me respondió desde la ciudad encantada en la que yo me había llevado el premio del Morteruelo de Oro.
Lo hizo llorando al otro lado del hilo -cuando lo había- telefónico: «Quería decirte, Tico, y no me he atrevido a hacerlo hasta hoy, que un día se me quemó el estudio que tenía en la planta alta de mi casa en Cuenca y hemos perdido todas aquellas cintas en las que estábamos trabajando y que yo te iba copiando, con las cintas, todos los papeles más importantes de mi vida...». Me cuentan que estos días Raúl Torres va por las calles de Cuenca del brazo de un hispano con la razón extraviada.
Total: que me quedé y nos quedamos sin la voz de Arturo Fernández, que hasta el fondo, hasta el final, hora a hora, contó todo o casi todo. Porque uno no cuenta del todo lo que dice que cuenta del todo...
Así que sufrí una gran depresión y no me atreví a llamarle por teléfono, como el viejo cobarde que a veces fui, aunque estoy lleno de carpetas de fotos con Arturo, aquel del que tanto aprendí paseando por la ribera de la mar cántabra aquel día del pregón de la sidra, o vestido de cura, que le sentaba tan bien, o de trilero bendito al que engañaba después todo el mundo.
Adiós, Arturo Fernández. Apellido tan asturiano. Padre de tres hijos. Abuelo de cuatro nietos. Siempre defendiendo la España que nadie te regaló, caballero. Que sé que si hay Dios, que a veces sé que lo hay, te habrá pedido la dirección de tu sastre sin saber que te hacías tú los trajes.
Maestro de tantas cosas, guerrero de los espejos. Todo el mundo decía: «¡Es que va impecable!» Sin saber que la verdad es que lo eras, impecable en tu vida y en tu muerte. Aguantando tanto, todo. Adiós, Arturo Fernández. En la mañana de este viernes me he ahorrado el titular que yo quería, 'Se nos fue el Rey Arturo... Fernández'. Un Jovellanos de la España de hoy. Mi maestro. Igual me crezco un poco y escribo tu libro, si es que tu esposa, la que más te amó, la que más te quiso, me deja hacerlo.
Será antes de que nos veamos, si es que hay valle de Josafat. Además, tú ya en la gloria y servidor en el purgatorio...
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