a. aguilar
Relato de verano

El balón de oro

josé antonio ruiz reina

Jueves, 22 de julio 2021

Mientras estoy esperando a que el semáforo me deje cruzar al Bulevar de las Estatuas, miro al cielo y veo que las estrellas están tan inseguras como lo estoy yo tras haber recibido la primera dosis de la vacuna de 'AstraZeneca'. La única diferencia es que ellas se muestran indiferentes hacia el nubarrón primaveral que amenaza con sepultarlas temporalmente, y yo me siento literalmente 'cagado' ante la posibilidad de que algún trombo me traslade, definitivamente, desde mi pisito de la Chana hasta la bóveda que me tengo preparada, desde hace más de treinta años, en el cementerio de Ventas de Zafarraya. Sí, siempre he sido un cobarde, por eso no podía conciliar el sueño y tuve que dejar la cama para que la bofetada del aire de la madrugada aletargue mis temores o, al menos, me haga entender que, a mis sesenta y cinco años, nada importante nos perderíamos, ni yo ni el mundo, si mi historia debiera detenerse en este punto.

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Luz verde, paso, y veo a Frascuelo bautizado con pintura roja. Nunca me gustaron los toros, pero siempre me atrajo el paso decidido con que Salvador Sánchez Povedano se atreve a pisar la arena de la procelosa, como nunca, e indiferente, como siempre, Granada del siglo XXI. Quizás sea cruel matar toros de cinco años, pero peor será, digo yo, asesinarlos con ocho meses, al amanecer, para dar gusto a estómagos humanitarios. Ante el carnívoro de pincho y tenedor, Salvador me parece un mal secundario.

Sigo hacia adelante aun sabiendo que al final de este atildado arrabal están las fauces del Gran Capitán esperando a que los incautos entren en ellas sin darse cuenta. Pero no siento temor, porque me pararé un poco antes y me sentaré con García Lorca. Aunque no entiendo mucho de poesía, me conforta la compañía de alguien a quien mataron solo por tener la cabeza demasiado gorda. Lo cierto es que los escultores hiperrealistas nos cuentan a los analfabetos unas verdades tan macizas que luego las acomodamos e interpretamos sin más criterio ni guía que nuestro propio antojo, como no puede ser de otra forma.

La confusa perspectiva de bronces en penumbra me empuja a una lejana clase de Filosofía de sexto de bachillerato en el Padre Suárez. Nuestro profesor decía que, según los averroístas, Aristóteles sostiene que las almas se deshacen al morir el cuerpo y que, según santo Tomás, afirma lo contrario. Parece ser que ambas opiniones son ciertas a medias. Las gentes ilustres, como las que habitan en este bulevar, poseen una forma inmortal individual, pero es el Ayuntamiento, en lugar de la voluntad divina, quien les otorga esta prerrogativa. Las almas de las gentes vulgares mueren y sus cuerpos se deshacen como la tierra que hay en los arriates, pero las de aquellos que en vida se dedican a incordiar, incluidos los entrometidos que molestan ofreciendo ayudas inoportunas, adquieren la forma común de malas hierbas, que los jardineros deben quitar a mano o asfixiar con un herbicida químico. Me callo, debo continuar.

Allá que voy, pero ¿qué es eso? A la luz de una farola, San Juan de la Cruz está leyendo un libro. Me acerco con sigilo para ver si lo sorprendo 'in fraganti'. ¡Zas! ¡Te pillé! Pero el santo ya debe tener previsto este tipo de tentativas y desliza sutilmente el volumen entre los pliegues de su hábito carmelita. «Y ahora vas y lo cuentas, a ver quién te cree, listillo», parece decirme con mística sorna mientras junta las manos y mira al cielo, presidido en tan incómoda coyuntura por una gran luna moruna. Tengo que aceptar mi fracaso, aunque este no ha sido total; he estado tan cerca que he podido leer el título del libro: 'Siesta en el mirador'. Bueno, lecturas de santos, sin duda.

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El fresco vientecillo de un amanecer que avanza a paso ligero me libera por completo de mi ensoñación. En la peana de la estatua aletea una esquina de la primera página de ideal. El santo debe de ser suscriptor de tan difundido diario. Se lo tomo prestado, lo despliego y, de un golpe de vista, inspecciono la portada. Aunque no sea lo más frecuente, una noticia cultural se destaca claramente del resto de titulares del día. El reclamo tipográfico me hace pasar, automáticamente, a la página tres. Leo con extraño interés: «El poeta granadino [...] gana el premio Cervantes». Ojalá hubiese aprovechado más mis clases de literatura cuando estudiaba en la Escuela Normal, porque el nombre del galardonado me suena más a futbolista que a poeta. No importa, cuando llegue a casa, consultaré en 'Wikipedia'. Una de las ventajas de ser jubilado es que dispones de tanto tiempo que no tienes miedo a malgastarlo.

En ese momento me llega un tufillo que abre mi apetito y me hace dar media vuelta. Otro día visitaré a Federico, ya está bien de poesía por hoy. Me dirijo al quiosco de 'Tejeringos Cantos', delante del antiguo hospital Ruiz de Alda. Antes de llegar me reencuentro con Frascuelo, palpitando con falsa sangre al contacto de los primeros rayos de sol. Comprendo ahora cabalmente la frase de Lagartijo ante el cadáver del churrianero: «¡Probe Salvaó; tanto luchá pa esto!».

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Hojeo el periódico mientras mojo un tejeringo en el café con leche. Noto que el dueño del tingladillo mira de soslayo la primera página y le guiña el ojo a su padre, un vejete recortado con aire tranquilo: «Para que luego digan que Florentino no tiene mano... Mira, se lo lleva un lateral derecho que, además, ha estado lesionado media temporada...». El viejo no parece compartir la indignación del hijo: «Déjate de fútbol, que hay que llamar de bulla al tío de la harina», dice mientras le pasa una agenda con las puntas de las hojas arrugadas.

«'Pos' no doy con él. No está en la 'H' ni tampoco en la 'A'. Ah, ya lo veo... ¡'Cohones!, lo has puesto con 'J'».

–'¿Todo es poesía en Granada?'

– Todo es posible, en Granada.

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