Este peón ha sido durante años barrendero en algunos de los rincones más emblemáticos de Granada. Ramón L. Pérez

El barrendero de las calles empedradas

Personajes granadinos de barrio ·

Miguel Ángel López, alias el Testigo, trabaja para Inagra y ha limpiado durante 22 años las cuestas y aceras del Realejo alto con la compañía de un audiolibro o al ritmo de jazz

Yenalia Huertas

Granada

Sábado, 24 de abril 2021, 14:57

Las manos, a veces, pueden ser el mejor espejo de nuestros días. Mirar las de Miguel Ángel López, peón de limpieza de Inagra, mientras habla, es recorrer las mil y una calles de Granada que ha barrido manualmente cada amanecer desde que entrara a trabajar en 1991 en la empresa encargada de tener la urbe como una patena.

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Los dedos de este barrendero, apodado el Testigo por sus creencias religiosas, están curtidos en el arte de limpiar cada recoveco de las cuestas empedradas del Realejo alto, donde ha desempeñado su oficio nada más y nada menos que 22 de los 30 años que lleva vistiendo el uniforme de Inagra.

Aunque este profesional ha operado en otras zonas de la ciudad, subido en su vehículo motorizado y siempre acompañado de sus cubos y escobas, el enclave de los greñúos ha sido su otro barrio, porque durante años se ha sentido privilegiado y querido por sus habitantes.

Los vecinos del entramado de callejuelas que abrigan el Campo del Príncipe lo llaman de hecho por su nombre. No es de extrañar, pues ha sido la primera persona con la que los más madrugadores se han cruzado mañana tras mañana, de lunes a sábado, durante más de dos décadas. Su horario es de 7.00 a 13.40 horas.

Miguel Ángel se ríe ante la pregunta de si cuando empieza a barrer las calles están puestas. «Sí están puestas, porque cuando llegamos ya hay otro turno de nuestros compañeros que acaban de terminar en la zona Centro y se marchan a sus casas a dormir».

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López, que se jacta del buen trato que siempre ha recibido de los viandantes, huye de los problemas: evita recriminar al incívico su conducta. Prueba de ese especial afecto que le ha profesado el vecindario es que, años atrás, cuando se estrenó como padre (tiene dos hijas), algunos residentes le llevaron presentes. Recuerda también con cariño a una señora que, al alba, le tenía siempre preparado un vaso de leche bien caliente para que empezara su jornada sintiéndose como en casa.

Y así es como Miguel Ángel, uno de los peones más veteranos de Inagra, se ha sentido: parte de esa Granada que se vive a través de sus gentes. Nacido en el barrio Fígares, luego vivió detrás del café Fútbol y actualmente tiene su domicilio en Las Gabias.

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Hoy, las rutas de trabajo de López han variado. Sus itinerarios son cambiantes; se ha convertido en un barrendero nómada. Ya no tiene siempre asignada una misma zona, sino que cada jornada hace sus tareas en unas vías concretas. «Ahora se ha modificado el plan de limpieza y cada día te dan un plano con las calles que debes atender», aclara.

Primeros contratos

López empezó con contratos de domingos y festivos y, una vez pasó a ser plantilla, su primer destino fue el Albaicín. De allí, fue derivado al Zaidín y al Centro. Y después de estar un tiempo en Mirasierra, aterrizó en el Realejo alto, «que comprende desde calle Pavaneras hacia arriba, hasta la Alhambra». También se ha ocupado de las calles que van desde el Hotel Alhambra Palace hasta el Cementerio y el Barranco del Abogado.

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El día del encuentro con IDEAL, este peón, que trabajó antes lavando coches, en la construcción, como comercial o como vendedor ambulante, había dejado como los chorros del oro el Paseo del Salón, la Cuesta del Perro y la Cuesta Aixa. «Cada día voy donde me mandan», dice en tono complaciente. Aunque derrocha modestia, se podría decir que el Testigo es casi un académico del asfalto: conoce todos los trucos para limpiar y dar esplendor a bordillos, aceras y esquinas.

Él no cree que Granada sea una ciudad sucia, pero sí que ha apreciado en los últimos años «un poco de decadencia en la forma que tiene el ciudadano de cuidar la limpieza». Y ojo, «los autóctonos ensucian más que los visitantes».

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Lo que más trabajo le cuesta quitar a este barrendero son los chicles. En su día empleaba una máquina de vapor con una especie de cepillo metálico. También se usa agua caliente a presión para que la goma se derrita. «Es muy costoso, porque necesitas una persona para hacer un tramo pequeño en una ciudad tan grande», advierte.

Hacer desaparecer las pipas que desafían al empedrado granadino le lleva asimismo mucho tiempo. Suele encontrar cáscaras en los miradores, en parques y en determinados rincones donde, por la suciedad que observa con las claras del día (a veces botellas vacías), sabe que ha habido alguna reunión juvenil. Y eso que aquella época de los botellones que tanto tiempo le robaba ya pasó a la historia.

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Lo que más le desagrada, confiesa, es encontrar bolsas de basura dentro de las papeleras. «Las papeleras son justamente para lo que son, y su mismo nombre lo indica: para tirar papeles o alguna lata o bolsita, pero no para las bolsas de basura doméstica. Para eso están los contenedores», recuerda serio. «Hay veces que llevamos los carros o motitos cargados de bolsas de basura».

Otro problema son las cacas de perro. «Es verdad que la mayoría de los ciudadanos recogen sus excrementos, pero hay un tanto por ciento que los abandona en las acera, en la calzada, en los alcorques de los árboles, incrementando la suciedad, el riesgo de que alguien la pise o de infecciones por insectos que se posan y luego van a los alimentos... Es un problema también de salud pública», advierte.

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Un transistor lleva este trabajador colgado al cuello. Es su compañía mientras barre. Unos días escucha música clásica y otros, jazz. También, audiolibros. 'Los pilares de la tierra' o 'El tiempo entre costuras' han sido algunos de los títulos que ha disfrutado mientras se afanaba con la escoba o, en su día, la sopladora.

Alguno de ustedes se estará preguntando si alguna vez se ha encontrado este trabajador algo de valor de tanto mirar al suelo: solo una vez. «Curiosamente fue una balanza romana», desvela. Se hallaba en el interior de una papelera, en la calle Monjas del Carmen, y databa de principios del siglo XX. Tal cual la halló se la llevó a su casa y allí la conserva como un tesoro. «Es una reliquia», sonríe.

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A este peón con alma de ebanista y 53 años no le cansa su trabajo y barre también los pasillos de su casa. Dice que su cometido en Inagra es el mejor empleo que ha tenido. «Para algunas personas, el mío puede ser un trabajo mal catalogado, pero es un servicio esencial para la sociedad», señala. Como barrendero tiene un sueldo digno y se considera un hombre con suerte. La misma que tiene la urbe de contar con trabajadores tan entregados y educados como usted, Miguel Ángel.

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