
josé vaquero sánchez
Viernes, 30 de julio 2021, 01:20
Cuando mi abuelo Emilio, capitán del ejército republicano durante la guerra civil, falleció, encontramos entre sus pertenencias un sobre que guardaba como oro en paño en un cajón de su escritorio. Estaba etiquetado con el título 'A mi amigo Juan', y su interior contenía una foto con él, ambos con atuendo militar, y una carta con un texto escrito de su puño y letra que decía:
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«Lo recuerdo como si fuese ayer. Era un día frío de los primeros inviernos de posguerra. Repitiendo su ritual diario, el sol se ocultaba tras las últimas estribaciones montañosas, y la madre naturaleza componía en el lienzo azul del cielo el cuadro más bello que pueda contemplarse. El astro rey, entre nubes blancas de algodón doradas levemente por su fuego, flotaba en un horizonte azulado. Un tono suave de color bermejo lo teñía. Y las cumbres nevadas de la sierra recortaban su silueta en él. La tarde oscurecía y declinaba en su tránsito hacia la noche. Contemplaba, absorto, el majestuoso espectáculo, cuando reconocí la voz de mi amigo Juan, el piconero, que pregonaba: «¡Al buen picón para calentarse!». Como todos los días, Juan había llegado al final de su itinerario arreando a su mula castellana, que tiraba de un viejo carro cargado de sacos de picón. Mi amigo era un buscavidas, se ganaba el pan vendiendo este tipo de carbón vegetal por las calles. Vendía también braseros, badiles y trébedes, utensilios que formaban parte de los sistemas de caldeo y calentamiento de nuestros hogares.
Juan vivía muy cerca de mí, en un bloque de viviendas situado a las afueras del pueblo. Cuando terminaba su jornada, salíamos juntos y charlábamos amistosamente mientras tomábamos una cerveza en alguno de los bares del pueblo. Mi amigo era alto, moreno, delgado, fuerte y bien parecido. Le faltaba el brazo izquierdo, que había perdido en un acto de guerra. Un hecho heroico por el que no recibió paga ni condecoración alguna. Sin embargo, su gesta es digna de la más alta distinción y honor que pueda corresponder a una persona. Hoy, la evoco con una mezcla de nostalgia y tristeza.
Estamos en plena guerra civil. España se divide en dos bandos irreconciliables que se enfrentan a muerte. Por sus tierras corren ríos de sangre y plomo. A menudo se suceden hechos violentos, pero también bellas historias de las que debemos sentirnos orgullosos. Una de ellas es la que protagonizó Juan.
Transcurre el mes de junio de 1938. Juan forma parte de una Compañía del ejército republicano bajo mi mando. Pretendemos reconquistar un peñón ubicado en la montaña de un pueblo ocupado por las tropas franquistas. Su cima está fuertemente protegida por un nido de ametralladoras que, dispuestas en círculo, lo coronan.
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Asentados en el campamento levantado en un valle cercano, esperamos la orden de asedio. Juan ha hecho una estrecha amistad con un compañero de filas. Juntos, pasan los duros días de la guerra.
La mañana de uno de esos días, llega la temida orden. El sol, que ya ha despertado de su reparador sueño, derrama sobre las faldas de los montes aledaños una luz intensa y dorada que destella con un resplandor hiriente en las hojas metálicas de las bayonetas de mis soldados. Provistos de bombas de mano y desplegados en varias columnas, ascendemos a la cumbre del peñón. Pero algo falla. El apoyo aéreo que esperábamos no se produce. Quedamos desprotegidos. Las balas disparadas por las ametralladoras en continuas ráfagas horadan el aire y silban en nuestros oídos. Algunas impactan en mis milicianos. Unos caen abatidos; otros, heridos. Ordeno la retirada. Los que podemos hacerlo, retrocedemos hasta rehacernos en el campamento cercano. Al llegar, Juan percibe que falta su amigo.
–Mi amigo no ha regresado, señor. Le pido su permiso para ir a buscarlo –me dijo Juan.
–Permiso denegado, no nos podemos permitir el lujo de perder más hombres –le contesté.
Desobedeciendo mi orden, Juan salió en su busca. Pasado un tiempo, regresó, dolorido y exhausto, gravemente herido en su brazo izquierdo. Con el derecho, tiraba del cadáver de su amigo.
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Enfurecido, como un perro rabioso, le grité:
–¿No le dije que no valía la pena ir? ¡Por su culpa, ahora podríamos lamentar dos bajas!
Juan, desfallecido, casi sin poder hablar, me contestó:
–Se equivoca, mi capitán, llegué a tiempo de que mi amigo, antes de expirar en mis brazos, me dijera: «Sabía que vendrías a por mí».
Juan me dio una lección que nunca olvidaría. Acabó la guerra civil y comencé una amistad con él que se prolongaría durante muchos años, hasta que su muerte la culminó. Ocurrió hace unos días. El pueblo, en masa, se echó a la calle para despedirlo. Quedé hundido y desolado. Cuando salía del cementerio y regresaba a casa cabizbajo y en silencio, pensé para mis adentros: «¡Qué suerte haber tenido un amigo como Juan!».
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Al terminar de leer la carta de mi abuelo, y sin poder reprimir mis emociones, unas lágrimas asomaron a mis ojos y corrieron por mis mejillas.
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