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JESÚS LENS
Sábado, 11 de agosto 2018, 02:09
La jornada de hoy la planteamos como un triple reto por el Valle de Lecrín, con una visita histórico-cultural y un par de pateos sencillos, lúdicos y divertidos. Sin embargo, cuando escribo estas líneas, recién llegado al Zaidín y después de una buena ducha, todavía me tiemblan un poco las patillas. Llevo engullidos tres litros de agua y el escozor de las aulagas aún se deja sentir en las piernas. Además, fracasamos en uno de los retos. Y precisamente por todo ello, fue un gran día...
Pero comencemos por el principio. Y al principio está Internet, que para la jornada de hoy cambiamos al cicerone humano por el cibernético: decidimos organizar las tres rutas, una de ellas sugerida por el amigo Pepe Villoslada, tirando de wikiloc.
La primera propuesta: subir al Castillo de Soraya, en Mondújar. Y la palabra 'subir', en este caso, no es baladí. De hecho, el cartel que anuncia el comienzo de la ruta muestra un sabio y certero consejo, escrito a mano: ¡No se puede subir con coche!
Según la aplicación, la ruta es corta. Un kilómetro, aproximadamente. Tratamos de atisbar el castillo, desde abajo. Tiene que estar cerca. Pero lo único que distinguimos es una lejana cruz en lo alto de un promontorio. Al verla, les confieso que mi primer pensamiento fue tan prosaico como vulgar: «Hay que echarle huevos, subir hasta allí arriba para poner la cruz». Media hora después, estábamos allí mismo. En tó lo alto, que el joío castillo de Soraya resultó estar junto a la dichosa cruz.
Efectivamente, distaba un kilómetro. ¡Pero menudo kilómetro! No se tomen a mal lo que les voy a decir ni me tachen de fantasma, alarmista o agorero, pero sin un buen calzado y sin una cierta experiencia en montaña, no se aventuren a cumplimentar visita a doña Isabel de Solís y al bueno de Muley Hacén. Cambien la experiencia por una visita a su librería más cercana y compren el libro 'Isabel de Solís, Soraya: un cuento de amor en la Alhambra', de la escritora granadina Brígida Gallego-Coín, por ejemplo.
Cuenta la leyenda que, en el siglo XV, una joven cautiva cristiana fue encarcelada en la Alhambra. Era una mujer tan hermosa que el rey Muley Hacén se enamoró locamente de ella. Tanto que, una vez convertida al Islam, fue desposada por el monarca, que la convirtió en su favorita con el nombre de Zoraida.
Sin embargo, la primera mujer del rey, madre de su hijo Boabdil, no soportó la presencia de la nueva esposa y alentó tales intrigas y conspiraciones que ríanse ustedes de Cersei Lannister. Con los famosos abencerrajes como secundarios de lujo, Aixa consiguió que el rey abdicara en su hermano, Al Zagal, y partiera al exilio. En concreto, a Mondújar, donde Muley Hacén se instaló en un castillo situado en lo alto de un promontorio, con Zoraida y los dos hijos del matrimonio. Allí vivieron hasta la muerte del monarca depuesto, unos meses después.
Sigue contando la leyenda que, una vez decidido a bajarse de la vida y hasta el moño de la codicia de los hombres, Muley Hacén pidió ser enterrado cerca del cielo, lo más alejado posible del mundanal ruido. Su morada final fue la cumbre más alta de Sierra Nevada y de ahí que el techo de la Península Ibérica lleve su nombre. De ahí, también, que durante años se hicieran excavaciones en busca de sus restos... y de los supuestos tesoros que acompañarían el enterramiento.
¿Qué queda hoy de su castillo? Francamente poco. Sin embargo, una vez que conseguimos llegar a lo alto, la emoción de las ruinas azotadas por el viento y la soledad del entorno, cargado de poesía, le dan un punto de autenticidad extra a la leyenda: para los muy fantasiosos e imaginativos, es toda una gozada descubrir, tan libre y asalvajado, un pedacito de nuestra historia.
El segundo reto era otra ruta aparentemente sencilla: el salto de agua Canal de Fuga que, partiendo de Dúrcal, nos debía conducir durante tres kilómetros y medio por puentes, acequias y hasta túneles de lo más molón. El problema es que nosotros, en vez de hacer la ruta fácil -aunque vertiginosa por sus cortados- hicimos la más complicada, tirando por mitad del río, abriéndonos paso como podíamos entre ramas y rocas.
De esa manera, los 3,5 kilómetros se nos hicieron largos, la verdad sea dicha. Eso sí: cuando llegamos al salto de agua y nos metimos bajo la cascada, ¡au revoir, calor! El agua arrea de lo lindo. Y caliente, caliente; lo que se dice caliente... no está. ¡Pero qué gustazo de chapuzón! Posiblemente, el mejor del año.
La vuelta sí la hicimos por la ruta sencilla. Entre tajos y balates, que conste. Y caminando por dentro de la acequia de Márgena hasta llegar a un punto en que, o te metes literalmente dentro de la misma, recorriendo un centenar de metros bajo tierra... o estás extremadamente delgado -ejem, ejem- para bordear por la parte de fuera: hay paredes tan estrechas que solo se entra de canto.
Así las cosas, y como habíamos ido acumulando retraso tras retraso, llegamos tarde a Saleres, donde pensábamos visitar el Barranco de Luna y recorrer sus senderos y recovecos, también presididos por el agua. Tras un kilómetro largo sin encontrar una gota, todo seco y polvoriento, y dado que eran cerca de las nueve de la noche, decidimos volver sobre nuestros pasos.
Al final del camino, antes de abandonar los dominios del barranco, pegamos el oído y, efectivamente, al fondo se oía el rumor del agua. Pero era tarde y, aunque seguía haciendo calor, no era cuestión de buscar más aventurillas. Se nos queda pendiente el Barranco de Luna para otra ocasión. Tocaba retirarse pronto e irse a dormir temprano, que mañana nos espera un madrugón de aúpa.
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