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La plancha metálica en el suelo podría ocultar un cuadro eléctrico o los controles del riego. En la plaza de los Aljibes, un lugar de paso de los más transitados en la Alhambra, casi se camufla entre el albero y pasa desapercibida ante el turista, que derrotado por el calor se sienta en un poyete y fija la mirada -es que no hay otra opción- en la panorámica de Albaicín y Sacromonte. Ignora el visitante que la chapa que queda a unos metros bajo sus pies es, en realidad, el pórtico de un templo subterráneo.
Al levantarla llega una bofetada de aire tropical, caliente y húmedo, que sube una escalera de la que sólo se ven los cinco primeros peldaños. De ahí en adelante todo es negro. Entre el calor y la oscuridad, el cuerpo pide algo a lo que agarrarse. Una barandilla, podría ser. Y justo al alcanzarla, el experto advierte: «No la toquéis, que se viene abajo». Está carcomida, deshecha por la humedad. Por compensar, enciende una linterna. Fernando Martínez, jefe del departamento de Arqueología de la Alhambra, guía a IDEAL en la visita por la Alhambra bajo tierra, que comienza en el Aljibe de Tendilla.
Es miércoles, 31 de julio, y los turistas observan perplejos. Dice el personal del segundo monumento más visitado de España que en cuanto el 'guiri' de marras ve que abren una rendija, no duda en lanzarse para husmear dentro. La curiosidad por lo oculto pica en esta antigua ciudad que inspiró las leyendas de Irving, fue espacio de amoríos y traiciones escritas en los libros de historia, es campo fértil para la imaginación de algún guía turístico que se quiere ganar una propina. En la Alhambra, la mente es proclive a buscar lugares de fábula en rincones fuera de los circuitos oficiales, los lugares que quedan ocultos tras verjas oxidadas y candados. Pero el arqueólogo no tarda en pinchar la burbuja: aquí, todo tiene un origen práctico, sin mucho misterio.
Por ejemplo, el Aljibe de Tendilla. Se construyó en 1494. Nombrado alcaide de la Alhambra, el Conde de Tendilla quiso hacer de ella un bastión inexpugnable. Y para ello no sólo era necesario tener buenas murallas: había que construir un aljibe, pues no había ningún depósito de envergadura suficiente para que la ciudad palatina resistiera un gran asedio. Lo levantó al borde del barranco Francisco Hernández, el Valençi, un maestro especializado en este tipo de infraestructuras.
La primera bocanada de calor deja paso al fresco al final de la escalera. El aljibe está vacío, salvo algún charco y la fina capa de lodo en la que patinan las zapatillas, pero es tal la humedad que el vaho escapa de la boca como en una madrugada de enero. Cuando los ojos empiezan a esforzarse en la penumbra se entiende la magnitud del aljibe: los flashes de los móviles no alcanzan de un extremo al otro. De la arquitectura del depósito se podrían escribir páginas y páginas: los arcos, los 'agujeros' en los muros de la escalera para protegerlos de la presión del agua, el color rojo del estuco que recubría las paredes para evitar filtraciones…
Pero la vista siempre terminará dirigiéndose hacia dos cubos suspendidos en el aire que un día fue agua. Cuelgan desde una altura de ocho metros, la boca del pozo convertida en el kiosco de comida y bebida de la Alhambra. Allí se servía, décadas atrás, el clásico vaso de agua del aljibe con azúcar y anís. Hoy sería impensable, pues por motivos de conservación está vacío. La salud del depósito es buena, como explica Fernando Martínez, pues la capa de impermeabilización mantuvo en perfectas condiciones la estructura, que durante un tiempo, en 1987, llegó a estar abierto al público temporalmente.
Cada año, el aljibero limpiaba el depósito antes de que, en enero, la Acequia Real lo inundara. El agua fresca del aljibe era objeto de riñas entre los habitantes de la Alhambra y los de Granada, que subían a la colina de la Sabika a por el codiciado líquido, que siempre fue «muy disputado». Las continuas extracciones del pozo hacían que perdiese frescura y claridad: como las impurezas quedaban en el fondo, al remover la balsa volvían a ascender hasta la superficie y el agua cristalina pasaba a adquirir un aspecto turbio.
Con sus 34 metros de largo, 6 de ancho y 8 de largo, el aljibe ofrecía una capacidad de 1.600 metros cúbicos de agua (1.600.000 litros). Si en una ducha se gastan 150 litros de agua, como media, el depósito sería suficiente para el baño de una persona durante cada día a lo largo de 29 años. El de Tendilla era uno de los mayores aljibes de España, con dos naves que se llenaban con agua de la Acequia Real. Tardaba alrededor de cinco días en llenarse hasta cinco metros de altura. Un filtro de varias capas de arena y piedra, de 1,70 metros, filtraba el líquido, que caía a un estanque desde el que rebosaba a las dos naves. El aljibe del Rey, en el Albaicín, que fue uno de los mayores depósitos musulmanes, tenía 300 metros cúbicos, 5 veces menos capacidad.
Cuando la vista ya se desenvuelve en la negrura y las piernas se acostumbran a la pisar a plomo sobre el barro —«cuidado, que es fácil resbalarse»—, ya es posible acercarse a las paredes. Las manchas rojas en la superficie, restos del material que evitaba las fugas de agua, parecen los vestigios de los antiguos frescos. Los disparos de la cámara restallan como los de un fusil y el eco los acomoda en el tiempo.
Entre 1917 y 1944 nadie entró al aljibe. La 'reapertura' fue todo un acontecimiento que vivieron de cerca las personalidades de la época y del que IDEAL dio cuenta en sus páginas. En ellas recogió también «una historia tenebrosa, que nunca olvidan los guías de narrar con detalles a todo color a los viajeros visitantes de la Alhambra». «Se cuenta -y al parecer con verdad- que a mediados de siglo, estando abierto el aljibe con motivo de una limpieza general, inadvertidamente para los empleados del recinto se introdujo en sus profundidades un turista alemán, y allí estaba cuando se cerró la poterna y se dio paso al agua que había de llenarlo de nuevo». El cuerpo quedó flotando y de nada sirvieron las llamadas de auxilio, ni las búsquedas por toda Granada y España. Treinta años más tarde, en una limpieza del aljibe, apareció su esqueleto.
El viajero alemán Hieronymus Münzer, autor de las Crónicas de Núremberg, visitó el aljibe en 1494 junto al Conde de Tendilla. Quizá por ese eco, por el color rojizo, por los arcos y bóvedas, lo comparó con la iglesia de San Sebaldo, en la ciudad alemana. Vista 500 años más tarde, aún parece la imponente catedral escondida bajo un pozo.
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