El sábado, de camino a Granada, los aviones pasaron por encima de Mónica Laguna. «Iba conduciendo y los veía todo el camino», recuerda. El domingo, en su puesto de trabajo, recibió a los apagafuegos que aterrizaban en el aeropuerto de Granada. «Soy controladora aérea». Y ayer, a las ocho de la tarde, se apoyaba en la barandilla de la Presa de Rules mientras observaba en silencio lo que sucedía en lo alto del monte. Pablo Guerrero, director de coros y pareja de Mónica, le dijo de venir por si podían hacer algo, por si podían ayudar, «por lo menos para mostrar nuestro apoyo». Sin embargo, ya no había llamas allí arriba y el aire se respiraba con hondura. «¿Cómo es posible que ayer hubiera unas llamas tan atroces y hoy nada?», se preguntaba Pablo.
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La respuesta sucedía a pocos metros, en la misma barandilla. Dos chicas, Vanesa y Paola, de 23 años, dieron pequeños pasos hasta colocarse cerca de dos bomberos visiblemente agotados, con la piel cubierta por una fina capa de carbón. «¿Cómo está la cosa?», preguntó Vanesa. «Tranquilas, ya no hay llamas. El helicóptero sigue echando agua porque hay que prevenir y controlar. Así que tranquilas, parece que lo peor ha pasado». Entonces, los bomberos se giraron sobre sus talones y se encaminaron a uno de los muchos vehículos aparcados en la presa, con el resto de su equipo. Ellas, con voz potente, les hablaron en su nombre y en el de todos los demás: «Tremendo trabajo habéis hecho, que lo sepáis. Tremendo. Gracias».
Conchi, limpiadora de 57 años, llegó a la presa como cada semana, cargada con pan duro para echar de comer a los peces. «Tengo una sensación de desastre total. La lluvia, menos mal... Si hubiera seguido como anoche, desastre absoluto». María Dolores, de 51, acudió con su familia desde Vélez de Benaudalla. «Tenemos conocidos con cortijos ahí y estábamos preocupados –dijo, señalando a los árboles que todavía quedan en pie en la ladera–. Qué impotencia ¿verdad? Hace falta castigo. A los que hacen esto, a los que han provocado el fuego, les tenía apagando incendios con los bomberos forestales y limpiando pinares y caminos, para que vean lo que es... Es que mira, queda menos verdad y es una pena».
Miguel abrazaba a sus hijos sin apartar la mirada de la línea por la que el fuego se abrió paso. «Aquí, viendo el desastre, como todo el mundo», dijo, con la voz cortada. «Nos quedamos sin tierra –suspiró–. Toda la noche llorando. Una desgracia».
El color ha cambiado. Los Guájares, Ízbor, Acebuches y el Valle de Lecrín tienen otro color. Sus fachadas, antes blancas, se tiñeron de rojo con el polvo del Sáhara, y la piel mudó irremediablemente a la espera de la lluvia milagrosa que lavara la estampa. Ahora es su corazón, un latido de verdes y marrones que brillaba incluso de noche, un hermoso bosque que pintaba el horizonte desde infinitos miradores. Una tragedia griega. Un corazón de cinco mil hectáreas rajado de punta a punta con una afilada y vil cuchilla.
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«El daño está hecho», resoplaba Andrés, con la noche –la sexta noche, una noche de martes y trece– ya cerrada. «A ver si mañana ya lo vemos todo con otro color, que falta nos hace», terminó dando una sonora palmada sobre la piedra de Rules.
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