«Todo en él era viejo, salvo sus ojos. Tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos», describía así Hemingway en su novela 'El viejo y el mar' a Santiago, un pescador de avanzada edad obsesionado con capturar un enorme marlín para ... olvidar 84 días de mala faena. Al igual que Santiago, Fermín López (1947) tiene la mirada azul, lleva toda una vida dedicada al arte de la pesca y considera que el mar, además de «dulce y hermoso», puede ser también cruel.
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Como si estuvieran predestinados, Fermín pasó su infancia cerca del gran azul. Nació en Torrenueva, se mudó una temporada a la Caleta de Salobreña para afincarse después con sus padres durante 12 años en Varadero-Santa Adela, un barrio humilde de Motril.
López se instaló en las chozas, zona –más humilde todavía– habitada por pescadores. Las chozas estaban situadas donde ahora se levanta el colegio Ave María, cerca del puerto. Desde allí embarcó por primera vez en 1956, a la edad de nueve años, y desde entonces no ha dejado el barrio ni la mar. A sus 74 años no hay quien le separe de sus dos 'Fermín López'; el barco, al que bautizó con su nombre y el hijo con el que comparte la herencia maldita de la devoción marinera, por él aún no ha soltado las redes y el lastre.
Es el pescador con más experiencia de la lonja motrileña. Hace 60 años que sigue el oficio, aunque no ve la hora de retirarse. Lo suyo con el Mediterráneo es una relación tóxica en toda regla. Le gustaría alejarse, pero no puede vivir sin él.
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En un país deprimido que se lamía todavía las heridas de la guerra, a López no le quedó más remedio que hacerse a la mar. «Éramos niños del tercer mundo. Hacía falta llevar comida a casa y yo era mal estudiante. Me metía en el barco de mi padre como si fuera un polizón y aprendí bien pronto», cuenta.
«No fue para mi un sacrificio dejar el colegio, me gustaba mucho trabajar. Mi padre me decía: «Lo mismo que la quieres, la odiarás». Razón no le faltaba. La mar da mucho sufrimiento. No sabes qué puedes ganar y qué puedes perder. Hay días buenos, días malos y otros muy malos», reflexiona. La única vez que Fermín se recuerda fuera del agua fue cuando tuvo que pasar por quirófano.
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Tantas horas al sol en la borda de su barco le provocaron un melanoma que se extendió por su cuerpo para quedarse un tiempo en su garganta. Cuatro operaciones en seis meses, un injerto de piel y bastante tiempo de quimio, hicieron que el marinero se recuperara de la enfermedad. Era terminar el tratamiento y embarcarse. Daban igual las nauseas. Lo hacía por amor al arte y a su familia.
«Tosía y se me estremecía todo el cuerpo. Notaba la medicina en todos los huesos. Me pusieron los sueros, pero nunca perdí el pelo», cuenta mientras ase su gorra con la mano para descubrirse la cabeza.
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López narra que una vez tuvo la opción de escapar y no lo hizo. Incluso entonces su vida estaba ligada al acero y la salitre. Fue en la mili. Cogió el petate y se fue a Rota. Allí se sacó el título de buzo. En sus 21 meses de instrucción rastreó minas y manipuló lanzatorpedos. «Nunca he pensado en dedicarme a otra cosa. Mis estudios han sido la experiencia. Estuve en la mili en Rota, me saqué el curso de buzo y podría haberlo ejercido, pero me tiraba el mar. Estuve con la zodiac rastreando minas y maniobrando con torpedos. Preferí la pesca», dice.
A diferencia de Santiago –el protagonista del relato de Hemingway–, Fermín nunca ha capturado un marlín. Pero sus redes de arrastre se han hecho con asombrosas criaturas que han pasado una tarde tras otra por la subasta de la lonja para acabar en las mesas de los vecinos de toda la provincia.
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Llegar a puerto con la caída del sol es un momento emocionante para él. Los marineros motrileños salen cada mañana de la dársena a las seis de la madrugada sin saber a ciencia cierta si la jornada se les torcerá. López ha soportado muchas tormentas, en algunas, sobre todo cuando tuvo su primer barco de madera, ha dudado de si hasta aguantaría de los crujidos que el oleaje provocaba. Recuerda que una vez tuvo que tirarse con coraje al agua glacial para ayudar a otro pesquero a mantenerse a flote. Tuvo que anudar la embarcación a la suya y remolcarla en pleno invierno. Afortunadamente, no pilló una pulmonía. Los marineros están hechos de otra pasta.
Tantos años de faena en un oficio que se resiste a desaparecer le han servido para labrarse el reconocimiento de sus compañeros e incluso del Ayuntamiento de Motril, que este año le ha otorgado el premio marengo por su vocación pesquera. No tiene fecha para dejar de embarcar. Aguantará hasta que el cuerpo diga basta o Europa no le deje otra opción. Su barco alimenta a su hijo y a otras cuatro familias. Lamenta que no puedan ser más. «He visto cómo ha ido desapareciendo la flota de arrastre. Solo 11 barcos sobrevivimos en Motril. Llegará el día en el que no haya marineros. Antes había 42 barcos de arrastre con 8 0 9 hombres, ahora como mucho hay 4», medita.
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Su padre fue el primer López en embarcarse. Y sus siete nietos, si él puede impedirlo, no serán pescadores. El legado se extingue con su hijo. «Si no se hace nada, matarán la pesca. Las exigencias de la Unión Europea son muchas y algunas de ellas muy injustas. Salir a faenar en gastos pueden ser arrastrar 600 euros diarios. El oficio no es lo que era, ya no es tan rentable», sentencia.
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