La Castañera

La plaza era pequeña pero transitada, el lugar perfecto para vender castañas calentitas. Los transeúntes caminaban con prisa, cargados de bolsas y paquetes. Nadie se detenía en su fogón, todos parecían ansiosos por llegar a casa

patricia barea azcón

Miércoles, 30 de diciembre 2015, 00:10

Los tenues rayos de sol, que apenas atenuaban las bajas temperaturas, iban desapareciendo dando lugar a una oscuridad que lo envolvía todo. Al menos en ese humilde cuarto alquilado, sin apenas una consumida vela para iluminarlo ni leña para calentarlo. Clarita se frotó las enrojecidas manos antes de volver a situarlas, una vez más, sobre la frente de su madre. La fiebre le había subido, definitivamente no estaba en condiciones de trabajar. Tampoco para quedarse sola, pero si ella no se hacía cargo del puesto de castañas se dijo, con un sentido común impropio de su edad, esa noche no cenarían. Un hecho que por desgracia no sería excepcional, de no ser la víspera de Navidad.

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Abrigó bien a su madre con todos los jergones de que disponían y se despidió de ella con un beso. No se iba tranquila, si le llegara a pasar algo no se lo perdonaría. Ojalá tuvieran dinero para llamar a un médico Quiso confiar en que el paño húmedo le aliviaría la calentura, que sus amorosos cuidados serían suficientes para devolverle la salud. Tal vez, si las ventas se daban bien, podría comprar alguna medicina para administrarle junto con un poco de caldo que le atemperara el cuerpo fantaseó-. En el pueblo vivían con menos penurias se dijo, mientras bajaba las escaleras de la pensión. Hasta que la muerte de su padre y un par de años de malas cosechas las había obligado a emigrar a la ciudad en busca de una vida mejor.

La plaza era pequeña pero transitada, el lugar perfecto para vender castañas calentitas. Los transeúntes caminaban con prisa, cargados de bolsas y paquetes. Nadie se detenía en su fogón, todos parecían ansiosos por llegar a casa. Seguramente les esperaba una suculenta cena, para qué iban a comprar un cucurucho de castañas, si no tenían ni una mano libre con la que sostenerlo Se reunirían con la familia, como mandaba la tradición. Comerían y beberían hasta saciarse, ricas viandas con las que ella apenas si se atrevía a soñar. Pisarían mullidas alfombras, disfrutarían de un ambiente luminoso y agradable, sin penurias ni preocupaciones. En sus salones ardería una cálida chimenea y bajo el árbol descansarían multitud de regalos esperando a ser abiertos. Los niños comerían dulces, reirían y cantarían villancicos. Sería una noche mágica, teñida de felicidad.

No había podido evitar fijarse en los escaparates, decorados con esmero. Unos exhibían juguetes, tan bonitos que costaba separar la vista de ellos. Otros, perfumes caros y exclusivos. Sería tan maravilloso rociar sus muñecas con unas gotitas de cualquiera de ellos, que casi podía olerlos. Pero los que realmente la hipnotizaban, haciéndole la boca agua, eran los de los ultramarinos. Jamones bien curados, jugosos pollos asados, salchichas, quesos tiernos Panes crujientes, bollería azucarada, confituras, turrones, chocolates que seguramente se desharían en el paladar en cuestión de segundos.

Tenía los pies tan helados que apenas los sentía. Al menos el fogón desprendía calor, así que se arrimaba a él todo lo que podía, extendiendo sus pequeñas manos sobre el vapor que emergía de su interior y aspirando el dulce aroma de las castañas asadas. No podía dejar de pensar en su madre, sin embargo no se sentía capaz de regresar con las manos vacías.

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El frío se había intensificado, de manera proporcionalmente inversa al flujo de viandantes. Los negocios empezaban a cerrar, desapareciendo con ellos gran parte de la iluminación que animaba las calles. Y para colmo, habían empezado a caer del cielo finos copos de nieve que se depositaban sobre su cabecita descubierta. No podría seguir mucho tiempo más en esas condiciones se temió, tendría que regresar sin haber vendido ni un solo cucurucho de castañas.

De pronto, algo captó su atención. A pocos metros un anciano había resbalado por el suelo húmedo y permanecía tirado en la acera, con expresión dolorida. Sin pensárselo dos veces, acudió a socorrerlo.

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¿Se encuentra bien?

El anciano, de cabellos blancos y mirada azul, la observó obnubilado.

¿Acaso eres un ángel?

Solo soy una humilde castañera

Pues pareces una aparición divina. Me he dado un buen golpe, pero si me ayudas creo que podré levantarme.

Clarita extendió los brazos, tirando con todas sus fuerzas hasta que el anciano consiguió incorporarse. A continuación le sacudió la nieve del abrigo y recogió sus paquetes del suelo.

Dios te bendiga, pequeña ¿Qué haces a estas horas en la calle, sola, con la que está cayendo?

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Vendo castañas. Aunque a decir verdad, aún no he vendido ni una Pues qué suerte, porque las quiero todas.

¿Todas? preguntó la chiquilla, sin salir de su asombro.

Hasta la última que tengas. ¿Sabes? A mi nieta le encantan. Tiene más o menos tu edad, y es rubia igual que tú. Me recuerdas tanto a ella

La nevada arreciaba, pero Clarita ya no sentía el frío. Iba de camino a casa, de la mano de ese alma noble caída del cielo que había obrado milagros impensables: varios billetes en su bolsillo, un jarabe para su madre, una cesta llena de comida Y una alegría en su joven corazón que había convertido esa noche gélida en una de las más bonitas de su vida.

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