Relato de verano

El duelo

manuel de pinedo garcía

Sábado, 21 de agosto 2021, 23:43

Amanece un día de otoño: claridades, nubes, un trueno lejano.

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La mar ruge a los pies del apartamento que comparto con Margarita, allí, en el límite de dos provincias.

Gritos.

¿Qué sucede? ¿Truenos? ¿Ha muerto alguien? ¿Rezan por la celebración del Ramadán?

Mi mujer, sobresaltada, despierta; la acompaño en sus temores.

–¿Has escuchado? –me pregunta.

–Sí..

Apresuradamente se viste; yo continúo con el pijama.

–¡Vamos!

Salimos al rellano de la escalera. Luisa, la vecina, nos explica. Los lamentos y los murmullos aumentan. La puerta de enfrente está abierta por completo. Entramos; la escena es conmovedora: en el suelo, tres mujeres –con los ojos morados de pena y de distancia– lloran sin alivio; un hombre, cabizbajo, sin miradas, operado del corazón, según supe después, acaricia a un niño de corta edad que sostiene en sus rodillas. Todos son marroquíes.

Fátima recibe el consuelo de su hermano; creo que es su hermano; o un familiar, o un amigo. Annás está de pie, mudo, estático.

El sol se ha impuesto a la cobarde tormenta que huye hacia levante.

Nervioso, les hablo en español, seis o siete palabras en árabe y algunas en francés. Nadie me responde: el silencio implacable es la máscara del dolor, acaso también la separación extraña, inconcebible, entre los hombres, las razas, los credos...

Insisto:

–S'il vous plait...

–Ma mère! –es un estremecido volcán de angustia, contesta la más joven.

«¿Qué le habrá sucedido a su madre?»

–Elle... elle est...!

–¡Sí! –la interrumpo.

Ya no sé en qué idioma hablarle, aunque ante la muerte son iguales todas las lenguas.

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¿Cómo consolarla?

Un móvil, escuetamente, con la macabra brevedad de esos artilugios modernos, también muy útiles, le ha dado la noticia: a treinta kilómetros de Kenitra, la antigua Port Lyoté, en Mrirt, un pueblecito cuyo lugar y nombre me son completamente desconocidos, se ha producido el triste desenlace.

Dudo. Me acerco al grupo.

«¿Qué digo?»

Miro a mi esposa; ella también está indecisa.

Al cabo de unos segundos, avanzo unos pasos y abrazo a la mujer que tiene los ojos más hundidos de negro y de tristeza. Ella alza sus pestañas, tímidamente. El abrazo, al que la huérfana corresponde temblorosa, significa, aparte del dolor inmenso, la solidaridad, el amor, el consuelo para todas las gentes; al menos así pienso yo en esos momentos de incertidumbre.

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En un rincón, oscurecido, un joven, en el que no había reparado hasta ese instante, luce, entre la inocencia y la tristeza, una camiseta del Barcelona.

Luisa, intérprete a su manera, me explica:

–Fátima necesita ir al Ayuntamiento para arreglar unos papeles.

–¿No hay quien la lleve? –interrogo.

–Yo no tengo coche ni carnet de conducir.

–Dile que yo lo haré.

–Gracias, Antonio.

–No se las merece.

Margarita, dulce, desde el quicio de la puerta, humedecidos los ojos, afirma tímidamente con la mirada.

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–Voy a cambiarme.

–También, vecino, tenemos que pasar por correos.

–Lo que sea. Una vez puestos...

Sustituyo el pijama por un pantalón corto y una camisa. Cojo las llaves del auto y el paquete de cigarrillos. Salgo al rellano. Mi mujer permanece estática. El niño ahora llora. El padre bebe un vaso de tila.

«¿Romperá la tila el ayuno del Ramadán?»

Nadie llora; sólo lágrimas, suspiros y horizontes entrecruzados.

Fátima, Luisa y yo vamos al Ayuntamiento, a correos...

Mis manos se aferran al volante, pero mis ojos tiemblan al contemplar, a través del espejo retrovisor, el rostro de esta mujer que en su mente traza el largo viaje hasta llegar a Mrirt.

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«¿Para qué tantos kilómetros y algunas millas náuticas?»

Al final del trayecto: las cenizas, el recuerdo, la muerte.

Sin embargo, a la vuelta, mientras desciende del coche, sin luto blanco ni negro, me sonríe dulcemente, como si no hubiera ocurrido nada; y es que, en realidad, no ha sucedido nada.

«¿Llegará a tiempo de contemplar el rostro pálido de su madre?»

En mi apartamento, al lado de Margarita, frente a la mar, que ya se ha vuelto intensamente azul, ese azul meridional que me «transporta» a Marruecos, miro hacia el este y, en silencio, suplico a Dios, a Alá, por el alma de esa pobre criatura muerta a los sesenta y tres años.

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«¿Tendrá Alá, o Dios, más misericordia porque la mujer ha fallecido en uno de los días en que se celebra el Ramadán sagrado?»

A la tarde, después de la siesta, fui a un bar para ver en la pequeña pantalla un partido de fútbol de mi equipo favorito, que iniciaba su andadura en la Liga de Campeones.

«¿Tenemos sentimientos? ¿Hasta dónde nos conmueve la pena de los demás? ¿Somos personas o monstruos? ... No sé».

Sin embargo, no se puede vivir siempre aferrados al dolor, porque esa sensación, a la postre, no deja de ser pasajera. Sólo importa el amor, la belleza, la eternidad... Y lo peor de todo esto es que una mujer muera para «crear» los trazos negros, o rojos, o verdes, que emborronan la blancura de unas cuartillas, persiguiendo... ¿qué? ¿Un trocito de notoriedad? ¿El reconocimiento de éste o de aquél? ¿El aplauso de una mayoría, o de una minoría?

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«¡Recontra, qué mundo!»

Pasados unos días, un atardecer apacible, sin nubes ni horizontes perdidos, tomé una exquisita taza de té con hierbabuena y un cigarrillo en casa de Annás, el lugar donde tuvo lugar el duelo. Hablamos de todo y nos entendíamos a duras penas.

Ya no era Ramadán.

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