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Mi generación se crió con dificultades para salir adelante. No podíamos presumir de ser los niños de la posguerra porque nacimos en los cincuenta. T tampoco veníamos de los años de las hambres, pero fuertes, lo que se dice fuertes, no éramos. Yo me crié ... siendo un enclenque hasta bien entrada la pubertad. Para ir medio tirando, en el colegio nos daban un jarrillo de leche americana en polvo disuelta en agua. Para ver si tirábamos para adelante. También una loncha de queso americano cuadrada y amarilla para que los huesos se fueran formando, haciéndose menos quebradizos. España, al no haber participado en el conflicto mundial, no pudo beneficiarse del Plan Marshall para la reconstrucción europea. No obstante, necesitaba ayuda con urgencia. Por ello, en 1953, se firmaron con Estados Unidos los Pactos de Madrid, según los cuales se instalarían en territorio español cuatro bases militares norteamericanas a cambio de contrapartidas económicas y de defensa. Dentro de estos acuerdos, se contemplaba una ayuda alimenticia para remediar la difícil situación de la infancia española, deficientemente nutrida y con un índice de mortalidad de 140 niños por mil, 35 veces superior al de la actualidad. En concreto, los productos que se enviaron fueron leche en polvo, queso, mantequilla y aceite de soja, alimentos vedados durante muchos años para amplios sectores de la población. Estas donaciones procedían de la Ayuda Social Americana, de iniciativa privada, y eran repartidas en los colegios nacionales.
Esa alimentación se reforzaba con una cartilla de cupones –uno para cada día del mes– que nos daban en la parroquia de Santa Ana para que en la calle Postigo de Zárate, a las ocho de la mañana, te dieran gratis un litro de leche con la que llenabas la lechera de aluminio que portabas de casa. Después llegaron las de plástico. Y cuando la ayuda americana desapareció, Uniasa, la central lechera granadina del Camino de Ronda, nos mandaba al colegio nacional de la placeta de Ramírez con un botellín de cristal de cuarto de litro para cada niño. Si el papel de aluminio del tapón era de color plata, te había tocado leche de vaca. Si era de color azul turquesa, era de cabra. Daba igual, nadie protestaba. Era gratis y beneficiosa para el cuerpo, eso era lo importante.
Mi madre perdió la cuenta de las decenas de botellas de 'Calcio 20' que pudo administrarme, cucharada a cucharada cada mañana, para fortalecer mi cuerpo esquelético y ojeroso. No fueron en menor cantidad las de 'Ceregumil' o aquellas horrorosas de aceite de hígado de bacalao, cuya ingesta vomitiva mi madre mitigaba poniéndome en la boca un terrón de azúcar para poder pasar el mal trago. Entonces el azúcar se vendía en terrón. Después llegó a nuestra casa molida, como un artículo de lujo.
Fueron años de vacunas al por mayor, para evitar la alta tasa de mortalidad infantil. Ya fuera en 'La Gota de Leche' de la calle Ancha de Santo Domingo, junto a la casa de mi amigo 'El Wily', en el consultorio de Postigo Veluti o en la mismísima Casa de Socorro en la calle de Mariana Pineda, nos iban poniendo vacunas de todo tipo. Yo fui vacunado contra la viruela, el tétanos, la tosferina, la poliomielitis –para no dejarnos cojos– y la tuberculosis. Por cierto que, con la prueba de la tuberculina, me debieron ver algo porque, con sólo seis años, me tuvieron varios meses endiñándome tres pastillas diarias de hidracida que recogíamos gratis en la farmacia en paquetes de kilo y cuarto. Y, a todo esto, mi madre hervía la leche que un cabrero ordeñaba delante de ella en la puerta de la albaicinera casa. Cuando se enfriaba, recogía con una cuchara los dos dedos de nata que cubrían el cazo, me los ponía en una rebanada de pan y para dentro. Fueron años de meriendas a base de un canto de hogaza de Alfacar a la que se le quitaba el migajón del centro, se le echaba un chorreón de aceite, un terroncillo de azúcar, se tapaba con el migajón quitado y a jugar a la placeta.
Todos aquellos cuidados y vacunas han surtido su efecto porque, a día de hoy, lo sigo contando, que no es poco. A estas alturas del calendario, cuando paso lista y compruebo que tengo más amigos en el cementerio que andando por la vida, no tengo más remedio que dar gracias a la vida, que me ha dado tanto. Porque hubo momentos en los que nadie daba un duro por mí. El primer día que mi tío Ñoño me llevó a los Baños de don Simeón, me metió en la alberca y vio con asombro que flotaba sin hundirme por mi poco peso, llegamos a la casa y lo que hizo fue decirle a mi madre que me diera dos platos de potaje porque de alguna manera tenía que coger peso. Y no digamos nada de aquella tarde del 5 de enero, cuando me llevó a ver la cabalgata de Reyes Magos y, subiéndome a cucurumbillo sobre sus hombros, esperamos pacientemente que llegara la comitiva durante un buen rato. Estábamos apostados en la puerta del edifico de Correos, en lo que hoy es la Plaza de Isabel la Católica, frente a la Gran Vía, y después de una larga espera, allí parados, mi tío le preguntó a una señora cercana si había visto a un chiquillo escuálido que venía con él. La señora lo miró a los ojos y le espetó: ¿No será el que tiene sobre los hombros?
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