Terminaba de regresar de un viaje a La Habana cuando Fidel Castro acababa de bajar de Sierra Maestra -y aún era una leyenda resplandeciente-, cuando me llamaron por teléfono a mi casa de Madrid: ... -«Le habla el ministro de Marina, el almirante Nieto Antúnez».
Silencio y sorpresa al escuchar esa voz al otro lado del hilo.
-«Señor Medina, ¿querría usted venir a Galicia a pasar un día con su excelencia?»
Tragué saliva, imagínense.
-«No se lo diga a nadie. Puede traer un fotógrafo con usted. Que sea de 'Pueblo'. Estaremos al tanto de su llegada».
Tenía yo entonces un coche inglés de segunda mano y descapotable. Era rojo, de techo negro. Un Triumph TR4 formidable. Por tener, digamos que tenía más de cincuenta años menos. De Franco tenía algunos datos de interés. Cuando hacíamos televisión, el jefe de la casa civil de Franco nos llamaba a mediodía. Otras veces nos daba la orden Victoriano Fernández de Asís, que era director de informativos y además compañero mío en 'Pueblo'. Las órdenes o los consejos eran tajantes. No había más remedio que obedecer. Así me lo recordaban:
-«Esta tarde es posible que os vea su excelencia en el Pardo, así que tened cuidado con lo que vais a decir, no se os vaya a ir la mano».
Nos jugábamos, entre otras cosas, la colaboración diaria, que era de 250 pesetas, o si se nos iba el santo al cielo, una temporada a caldo en casa y con la pata quebrada. Sin embargo, aceptábamos el encargo sin que llegara a ser una orden y sabíamos que al menos ese día Franco se sentaba después de comer a mediodía en un sillón de espalda recta en una de sus habitaciones privadas y veía, con una cierta sonrisa, a esos dos jóvenes venidos de Andalucía: Yale, el maestro Felipe Navarro, padre de Julia Navarro, hoy la gran novelista, y Tico Medina, que traía del Sur aún el pelo de la dehesa. Al respecto, he contado alguna vez que Matías Prats siempre nos aconsejo nada más llegar que no se nos notara mucho el acento andaluz, ya que en las alturas no gustaba demasiado.
Pero no podíamos remediarlo. Alguna vez mi casi hermano Alfredo Amestoy, el señor del Norte que visitaba Salobreña, ha dicho que a Franco los que más le gustaban en la tele eran Pepe Blanco y Tico Medina y no sé si por ese orden.
Lo que sí puedo decirles es que un día, entrando a un acto oficial, rodeado de su guardia personal en su despacho oficial, iba de paisano. Y al llegar a la altura de donde estaba este periodista de pronto se llevó la mano a su sombrerillo de fieltro, me sonrió levisimamente y me alargó la mano. El 'sindicalista' José Solís se apresuró a decirle que yo trabajaba para él, en el periódico de los sindicatos, pero Franco no le hizo caso y se centró en darme la mano. «Alárgueme su mano, dígame cómo me la das y te diré quien eres», había escrito yo alguna vez. El jefe del Estado me entregó la suya como un pez frío. Lo he contado ya muchas veces. Y con esta ciento una.
No sé si cambió mi destino, pero seguí haciendo lo mismo durante mucho tiempo. Hasta hoy que vuelvo a 'exhumar' la figura de alguien que llevaba años muerto y el pasado viernes fue re-su-ci-ta-do.
Volviendo a esa llamada, yo subí a verle porque quería hablar conmigo. Su ministro Nieto Antúnez, pequeño y de uniforme, me esperaría a pie de obra a la mañana siguiente en el campo de golf de La Coruña. «Su excelencia estará acompañado de los hermanos cántabros que están con él siempre que juega a golf. No haga usted pregunta alguna, él le preguntará lo que quiera», me insistió.
Pulgas
Al día siguiente, después de ducharme bien, inicié el camino. Y después de haber subido las primeras cuestas de Galicia, me crucé con un camión cargado de cerdos que me llenaron de pulgas hasta las cejas. Cuando llegué, Franco estaba allí, de paisano, con un palo de golf y acompañado de sus maestros. Junto a él, un comandante de la Guardia Civil sin tricornio. Era Llaneras, que después tuvo algo que decir en lo de Luis Roldán.
Alargué mi mano hasta Franco y escuché al comandante que le acompañaba:
-«Tico Medina, excelencia, es hijo de policía armada y nieto de guardia civil».
Franco arrugó los ojillos un instante. Y dijo textualmente esto:
-«¡Buen cruce, buen cruce!»
Luego me preguntó:
-«¿Juega usted al golf?»
-«No señor. No tengo tiempo de jugar a casi nada que no sea a mi profesión».
-«Eso está bien, pero le vendría bien jugar al golf o intentarlo. Debe no dejar de hacer ejercicio y este deporte es muy saludable».
Llevaba puestos unos guantes de golf, gafas oscuras, corbata y zapatos especiales. Lo que sí sé es que empezó a caminar delante de mí. Se volvió hacia mí y me habló:
-«Ahora viene lo peor, es como subir al monte Gurugú».
Hablaba de aquel monte mítico marroquí, donde el hizo gran parte de su carrera militar. Voy a escribir otra vez Es-pa-ña, ahora que sólo se dice 'país' y como mucho. No debo recrearme más. Por la tarde, acudí de nuevo a la cita. «Su excelencia quiere que le acompañe, que va a pescar reos en el río Eo, uno de los peces mas difíciles de pescar, pero que a él le gusta mucho hacerlo», me refirieron.
En el agua
Y allí estaba a pie de ribera. El viento movía los arboles gallegos. Franco se metió en el agua con las altas botas necesarias. Junto a él, su ayuda de cámara, que le ponía el cebo. Hay una foto mía, que fue portada de 'Pueblo', al día siguiente, con su excelencia, apoyado en su larga caña de pescar. Era una estampa rara. Franco en el agua casi hasta la cintura, yo tras de él en la orilla del río, esperando a ver qué me preguntaba, con un punto de escalofrío. Aquella tarde larga, echó la caña por lo menos, que yo contara, cuatrocientas veces sin poder alcanzar el reo. En algún momento, y sin volver la cabeza, me pregunto con su voz fina, gallega.
-«¿Y cómo está de verdad La Habana? ¿Cómo sale Cuba adelante? Tengo mucho interés como usted sabe por ese pueblo donde hay tanto español, tanto gallego. ¿Qué le ha contado Fidel Castro, que sé que ha estado usted con él muchas veces?»
Yo recordaba aquel día que me llamó el ministro de Exteriores para decirme, cuando acababa el Comandante de expulsar el embajador Lojendio, que fuera a hablar con Fidel Castro para increparle, o más bien para corregirle.
-«Fue un buen español, pero un mal diplomático».
Fue lo que dijo Franco de su embajador. Yo aproveche para contarle que Fidel había hecho conmigo algo único, cuando en Varadero, en la casa Dupont, Fidel, se bajó los pantalones de deporte que usaba como bañador, al estilo de aquellos que llevaba Fraga en Palomares el día de los aviones atómicos, para demostrarme que no estaba castrado.
Franco, volvió la cabeza, sin dejar de echar la caña.
-«¿Y?»
-«Véalo pos sus propios ojos».
-«Pues no, no estaba castrado».
Luego se los subió inmediatamente. El fotógrafo se quedó con la cámara pegada al cuerpo. Yo buscaba un titular como siempre. Castro no está castrado. O si no, pues Castro está castrado. Pero no quisieron luego titular aquella crónica así. Aunque la envié contándolo al día siguiente así. Escuché en aquel silencio que se produjo el instante la leve sonrisa del militar de paisano. Llevaba puesto aquel sombrerito de fieltro gris que siempre le compraba doña Carmen en Galerías Preciados. Escuché la risita de Franco. Recordé en aquel momento que había una leyenda urbana, no sé si cierta, de que Franco había perdido un testículo en las guerras de África. Y que por eso tenía la voz tan fina.
Ilusión
Viendo que Franco no perdía la ilusión por hacerse la foto con el pez conseguido, me atreví a decirle...
-«Excelencia, lo que sí le puedo confesar es que doy suerte incluso a los toreros gitanos... Quisiera, no sabe de qué manera, que pescara el reo que busca».
Y pescó el reo. Cuando lo tenía, miró a su jefe de armario, que estaba allí junto a él, ya en el agua del río Eo. Hundió las manos y éste sentenció.
-«Excelencia, es un reo».
-«¿Y cuánto puede pesar?»
-«Unos cuatro kilos, excelencia».
-«Ea. Vamos a hacer la foto. Póngase aquí a mi lado».
Terminó. Mientras me daba la mano, con sus dos manos, le dijo a Catoira, uno de sus hombres de mas confianza:
-«Dígale a Medina lo que yo pienso de la suerte».
Y me contaron la historia de un amigo mío, que siempre le acompañaba y siempre que iba con Franco a lograr el reo. Después de mucho intentar la pesca, lo llevaron al pueblo con un coche. Y se fue y, por lo visto, no doy el nombre del protagonista gafe, el coche en el que lo devolvían a casa se cayó por un barranco cuando iba y al llegar a su casa se estaba quemando el casino. Franco personalmente me lo confesó.
Y hasta hoy, que no he tenido mas remedio que contarlo. Cuando murió, escribí algo parecido a esto, en el diario 'ABC'. Está en la hemeroteca, como está casi toda mi vida en IDEAL. Esto sólo lo habría recordado en esas memorias que nunca termino del todo. Pero viendo que ha resucitado, no he tenido mas remedio que contárselo otra vez a ustedes. Tengo más que contar sobre ese día, pero eso ya lo desvelaré en ese libro que no me atrevo a escribir. Quizá algún día..., antes de perder la memoria.
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