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Amanda Martínez
Granada
Miércoles, 19 de agosto 2020, 23:36
«Entramos en la pista de despegue». Los 163 pasajeros y los nueve tripulantes del vuelo de Spanair JK 5022 con destino a Las Palmas de Gran Canaria se habían abrochado los cinturones, habían desconectado sus móviles y aparatos electrónicos. El personal de cabina no había tenido que indicar esta vez dónde estaban las salidas de emergencia, ni cómo se usan las mascarillas de oxígeno y el chaleco salvavidas, porque ya lo había hecho en una tentativa de despegue anterior que fue abortada por problemas técnicos. Eran las 14.45 de la tarde y el avión, un MD-82 con quince años de antigüedad, acumulaba más de hora y media de retraso en la terminal de Barajas. Los pilotos aceleraron a la máxima potencia y, cuando levantaron el morro, el motor izquierdo estalló. La aeronave se convirtió en una bomba repleta de queroseno que avanzaba sin control a más 270 kilómetros por hora.
Los testigos contemplaron aterrados una bola de fuego al final de la pista, luego, el avión giró al lado opuesto, el ala derecha se partió y se produjo una gran explosión.
En la tragedia de Barajas, la más grave que se registró en España desde 1985, se apagaron 154 vidas. En el avión viajaban 172 personas, 162 eran pasajeros, 20 niños y dos bebés. Solo 18 personas sobrevivieron.
Nueve años después, el informe final del accidente concluyó que la causa principal del suceso fue que los pilotos efectuaron el despegue con una configuración incorrecta en los mandos.
El pasado abril el Pleno del Congreso aprobó retomar la comisión de investigación sobre el accidente interrumpida por las convocatorias electorales.
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