La de este martes en el municipio de Íllora ha sido una mañana extremadamente triste. Una mañana de luto, de incredulidad aún, de emoción a flor de piel. Antes de las once de la mañana ya había personas esperando frente al tanatorio del municipio la llegada de los restos mortales de Juan Castro. «¡Son asesinos y hay que decirlo!», exclama indignada una señora que se asoma a la calle donde se halla el recinto.
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José E. Cabrero
Yenalia Huertas
Tres chicas jóvenes están sentadas en un bordillo como el que cortó la existencia a Juan tras sufrir una vil agresión y recibir un certero golpe o un empujón o ambas cosas... Poco ha trascendido de cómo fue el asalto que ha cambiado el semblante de todo un pueblo. Las chicas que permanecen en la fría acera apenas levantan la mirada. No quieren hablar. Tampoco pueden. Lloran. Miran al suelo como si fuera el infinito.
Al mediodía, el número de vecinos, familiares y amigos que aguardaban el vehículo que transportaba a Juan había crecido. Medio centenar de personas se abrazaban y conversaban con el alma rota, con el corazón arrugado. «¿Todavía no lo han traído?», pregunta a los informadores un vecino que viene de hacer la compra. Todos quieren mostrar su pesar a los parientes de Juan.
Un grupo de chavales permanece junto a la puerta como una legión. Cabizbajos, heridos, entran todos a la vez en el tanatorio. Son las dos y aún no ha llegado Juan. Sí dos furgonetas blancas, casi consecutivas, cargadas de ramos de flores y coronas. A varios metros del tanatorio, un agente de la Guardia Civil habla con un conductor. Avisa de que viene la familia. Y después, Juan. Cada vez hay más personas fuera y dentro del recinto.
Cinco minutos después de las tres, el cuerpo del malogrado joven, el hijo de Reyes, el niño al que tantos lugareños han visto crecer llega en un vehículo. Y todo se inunda de pena. «¡Mi niño!, grita una joven con el rostro cansado.
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María Josefa Castillo, que vive en Granada, fue de las primeras en llegar al tanatorio. Juan era nieto de una prima hermana suya. «Iba para su casa, pero me he venido aquí a esperarlo», solloza. La voz se le rompe. «Es muy fuerte. Esto no se espera nunca ni debería de pasar», expresa compungida. «Al niño lo conocía poco, pero sé que era muy buen niño, muy buen estudiante, muy buena persona, y es lo único que puedo decir. Esto no se supera en la vida, a Reyes la han enterrado en vida».
Pepe Ramos tiene los ojos húmedos y apenas puede articular palabra. Es vecino del pueblo y mira con una profunda tristeza. «Lo conocía de toda la vida, desde que nació...». El hombre pide perdón a los informadores con el gesto descompuesto y se lleva la mano a la cara. «Esto no tenía que pasar». No, no tenía que pasar.
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