Farfolla 'pa' los jergones
Granada en el alma ·
Hubo un tiempo en el que dormir sobre un buen colchón fue síntoma de prosperidad y abundanciaSecciones
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Granada en el alma ·
Hubo un tiempo en el que dormir sobre un buen colchón fue síntoma de prosperidad y abundanciaAntes de nacer yo, en nuestra vieja casa del Albayzín, los colchones de las camas estaban todos rellenos de Farfolla. Dado que se trata de las hojas resultantes de pelar las mazorcas de maíz, una vez secas, cualquier movimiento en la cama, iba acompañado de ... un crepitar al estilo hojarasca, que delataba en todo momento a la vecindad si habías pasado una mala noche, o por el contrario, si habías amanecido en la misma postura que te acostaste. Una vez levantado y antes de volver a hacer la cama, la faena consistía en darle con fuerza unos movimientos al colchón, de forma que desapareciera la hendidura que tu cuerpo había formado en el colchón durante el descanso, para por la noche no volver a caer en el mismo agujero.
Las colchonetas, entonces de alambre rizado, se iban venciendo con el tiempo y propiciaban que más de uno durmiera con los huesos muy próximos al suelo, como al mundo es bien notorio. La farfolla, con el uso del tálamo, se iba desquebrajando, así que periódicamente, se hacía imprescindible el cambio del relleno del colchón, para lo que había que recurrir a tiendas especializadas, casi todas instaladas en los alrededores de la calle Alhóndiga. Así las cosas, no es de extrañar que, el vulgo cuando se refería a algo sin importancia te espetara: «Eso es farfolla 'pa' los jergones», expresión que, aunque en desuso, aún perdura en el tiempo.
Cuando yo nací, la familia pensó que mis frágiles huesos en formación, necesitados durante años de botellas cada semana de 'Calcio 20', se merecían otro tratamiento, y haciendo un esfuerzo económico para la época, cambiaron el relleno de farfolla, por uno más adecuado, llamado de borra. Se trata de una materia mixta en composición y aspecto. Un compendio de lana de mala calidad, o con restos de otros materiales, que los más pudientes, ya utilizaban para hacer colchones. Con el nuevo relleno desaparecían los ruidos al moverte en la cama, pero también tenía su mantenimiento, consistente en que, como mínimo, una vez al año, había que llevar a cabo la tarea de renovar los colchones. La ardua tarea consistía en el vaciado del colchón, lavado, secado, vareado para esponjar la borra y vuelta a rellenar y coser. La cosa era trágica si se trataba de realizar en un tiempo que no fuera verano, porque la borra necesitaba de un gran espacio donde esparcirla, a la espera de que los rayos del sol la secaran, y eso a veces requería más de una jornada, puesto que húmeda era una temeridad meterla en el colchón y pespuntearlo.
Por las mañanas, al hacer la cama, había que tener buenos brazos para mullirlo, porque lógicamente, pesaba muchísimo más que la farfolla, aunque el descanso era mucho más reconfortante y reparador. Pasados los años, añadimos a la borra unas virutas de corcho - muy de moda entonces- que al parecer hacían mayor el descanso, aunque yo nunca noté la diferencia, ni nadie supo explicarme los beneficios de aquella acción.
El gremio de los colchoneros es muy anterior a la toma de Granada por los Reyes Católicos, y no tienen nada que ver con los aficionados del Atlético de Madrid. Existen datos fehacientes de que esta profesión que lleva siglos cuidando de nuestro descanso ya existía en 1452, pero nosotros no supimos que existían hasta que, en mi pubertad, se adoptó la decisión familiar de cambiar los colchones de borra por los tan comentados por las clases pudientes, de lana. Descubrimos entonces con gran esfuerzo económico que otra manera de descansar era posible, y que no tenía comparación con lo que hasta entonces habíamos padecido, sin saberlo, porque era lo normal en la vecindad. Consistió en olvidar la borra para siempre y rellenar los colchones con lana de oveja, pero lana de verdad. Y aquello fue alcanzar unas cotas de confort inimaginables hasta entonces en mi casa. Fue como ascender un peldaño en la escala social y, además, presumíamos de que nos visitara a domicilio el colchonero para el mantenimiento de tan imprescindible pieza para el descanso.
El caso es que verlo trabajar ya era un deleite y un descubrimiento. Aquel hombre, con una destreza y profesionalidad nunca vista por nosotros, ante los ojos sorprendidos de las vecinas, se aposentaba en el patio y allí comenzaba un ceremonial de ilustre recuerdo. Descosía la tela del colchón, sacaba la lana, que cardaba con los palos o varas para separarla, y una vez la tela del colchón estaba limpia, procedía al llenado. Con la serenidad de quién se siente seguro pero observado, cosía primero la boca de la tela y después, todo el perímetro del colchón, lo que es conocido como burlete, todo un trabajo completamente artesanal, a la vista de todos que, finalizada la faena, no dudaban en aplaudir con fuerza la destreza y eficaz tarea del colchonero.
Hoy ya no pregonan su oficio por el Albayzín.
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