
Rafael martín–calpena
Martes, 24 de agosto 2021, 23:44
Después de un día duro, el mismo día duro de todos los días, laborable, rutinario, de lidia con el trabajo, con los críos, con el tiempo y con su cómodamente instalado cansancio, ese viejo conocido que cada vez hace su aparición más temprano, ella decide irse a dormir sin cenar, somnífero mediante. Él está fuera, quién sabe dónde ni con quién ni haciendo qué. Tumbada en la cama, no escucha más sonidos en la casa que los de su corazón, su respiración y sus pensamientos. La neblina del sueño empieza a envolver su consciencia y se va abriendo paso en un proceso que va desde una deliciosa duermevela hasta la total entrega al sueño profundo.
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Su ser, su cuerpo, su mente y su alma llevan varias horas en feliz ausencia. Sin pesadillas, sin sobresaltos, sin aceleraciones de pulso ni falta de aire, sin gritos ahogados ni lágrimas derramadas. Sólo desconexión de sí misma, una balsámica disolución de negatividad, descompresión de pesos, cargas, gravámenes y tasas impositivas. Sólo ella y el espacio que no sabe que ocupa, como una antigravedad no percibida; ella y los eones que la separan del presente; ella y una paz refulgente como un tesoro irreal. Si ella pudiera pensar ahora, se diría que ha muerto y que aunque es dichosa en este estado de calma, sin embargo no puede dejar de pensar en sus dos hijos. No quiere abandonarlos. A pesar de lo difícil que está siendo criarlos, son lo único que le da sentido a su vida. Esa idea se va introduciendo en el sueño y su cuerpo comienza a reaccionar moviendo las piernas, luego los brazos. Los movimientos hacia un lado y otro de la cabeza significan que no, que no quiere dejar a sus hijos, que nadie se los arrebatará jamás, que los defenderá hasta la muerte. Una película de sudor cubre su piel y la consciencia regresa a un estadio intermedio, donde todo se confunde.
Entonces, muy a lo lejos, como si proviniera del otro extremo de una tubería o un túnel, oye un susurro. Parece un sonido suave que se va transformando en una voz conciliadora que le dice «tranquila, tranquila». Ella se deja llevar por las indicaciones de la voz, pero desconfía de sus intenciones. A medida que la voz se hace más nítida, también se vuelve más áspera, aguardentosa. A ella no le agrada la rudeza de esa voz que finge ser amable. Sabe que lo que quiere es atraerla hacia sí y ella no está dispuesta, pero se encuentra aún en un estado de semiinconsciencia que le impide dominar su voluntad. Comienza a sentirse sin fuerza y vulnerable.
Haciendo un esfuerzo, logra abrir un poco los párpados y entre brumas ve una figura amorfa, con una cabeza desmesurada, el pelo alborotado y sucio y unos ojos rojos muy abiertos como de búho pero feroces como los de un tigre. Oye leves rugidos a intervalos cortos y con cada rugido nota un aliento hediondo, casi insoportable. Siente a la fiera respirar muy cerca de su cara y luego olisquearle con lentitud y avidez el cuerpo entero. Intenta pensar que está dentro de una pesadilla, que es sólo un sueño; sin embargo, cree que existe un peligro real y su sensación de turbación y miedo aumenta.
El animal acerca su hocico a la boca de ella, saca la lengua y le lame los labios y la nariz varias veces dejándole un reguero de babas. De pronto suelta un aullido ronco y con sus zarpas le desgarra a ella la camiseta y al contemplar sus pechos, vuelve a rugir y le muerde los pezones. Desde el lugar donde ella se halla lanza un quejido y percibe que el sueño se empieza a desvanecer. Después de deleitarse un poco más con los pechos de ella, sujeta con ambas garras el borde de los pantalones de la durmiente y se los quita del todo. Mientras, ella va abandonando el sopor y acierta a discernir lo que ocurre, pero todo lo que le sale es un repetido y débil «no». Para entonces, la fiera exhibe una erección que le ha costado alcanzar. Preparada para su cometido, la bestia separa con sus peludas piernas las de su presa y al tiempo que de su boca caen hilos de saliva como espuma tóxica, la penetra con furor durante varios minutos hasta que un gruñido de supuesto placer y con olor a alcohol indica que ha terminado. La alimaña descansa su hirsuto pecho sobre el de ella mientras recupera el fétido compás de su respiración. Con su morro acoplado en el hueco del cuello de ella, suelta una risita de satisfacción.
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Ella, ya despierta, tiene que hacer un gran esfuerzo para quitarse de encima el viscoso cuerpo de su marido.
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