Hay una mujer sentada en el suelo, sobre un cartón, frente al supermercado del pasaje de Pedro Antonio de Alarcón. Pide dinero o ayuda o comida. O las tres cosas. Pide de la única manera que conoce; como se hacía sin el virus. ... Ella no debería estar ahí parada. Y lo sabe. «¡No deberías estar ahí parada!», le gritan desde un balcón. «¡Lo sé!», responde malhumorada. Pero no se mueve. A los clientes que salen de la tienda les enseña el puñado de céntimos que bailan en la palma de la mano, sin abrir la boca, a un par de metros de distancia. «¡Es un peligro que estés ahí!», le insisten desde lo alto. «¡Que me dejéis en paz, meteos en vuestra puta casa!». La mujer se levanta y se acerca a una furgoneta blanca aparcada en la calle. Habla por la ventanilla con el conductor y, de repente, se marcha andando como si nada fuera con ella: viene un coche de policía. Los agentes le piden explicaciones al conductor mientras la mujer se aleja sin dejar rastro. El hombre, que cubre el rostro con una mascarilla blanca, obedece con calma, abre la puerta de atrás, tal y como le han pedido, y les explica lo que están viendo. Al poco, los agentes se marchan con una advertencia: «Os estáis jugando una multa. Cuidado».
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Diez minutos después, la mujer vuelve a sentarse en el suelo. «Tengo que hacerlo. ¿Es que se creen que estoy aquí por gusto? ¡No tenemos nada!», explica. Se llama Estefanía, está a punto de cumplir los 34 y no quiere recordar a su familia, en Ibiza. «Me hicieron mucho daño», dice. A su lado está Santiago, que pese a tener la boca tapada, procura que la educación le salga por los ojos: «Si es que nosotros no queremos molestar. Ya, ya sé –se contesta sólo–, si es que no tendríamos que gritar ni que responder mal a nadie, pero estamos nerviosos. Como todos, ¿no cree? El hambre, ya sabe. Mire, mire. Mire lo que tenemos». Santiago abre la puerta de la furgoneta y muestra su hogar.
«Aquí nos aislamos», dice. Hay un colchón raído en el suelo, un par de mantas gordas, algo de ropa amontonada y los restos de un bollo de pan. Nada más. «Estamos aislados en la furgoneta, que es isotermo, y a Dios gracias». Santiago y Estefanía llegaron a Granada hace un mes y medio con la intención de buscar trabajo. Se hicieron con una habitación por 150 euros al mes sin saber, aseguran, que estaban pagando un piso okupa. «Desocuparon el piso unos días antes de la alerta. Ahora no desocupan a nadie. Tuvimos mala suerte».
La furgoneta es un préstamo de la familia de Santiago, en Priego de Córdoba, a donde quieren llegar. «Mi madre está sola y tiene 76 años –cuenta–. Pero antes de ir allí queremos hacernos la prueba del coronavirus, por si somos asintomáticos y la contagiamos sin saberlo».
–No se puede viajar ahora, ¿lo sabéis?
–¿Y qué hacemos, dejamos a mi madre sola?
–Eso parece.
–No queremos molestar. Sólo estamos aquí parados, como cualquier otro que hace la compra.
–No se puede estar parados aquí.
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–Eso dicen desde las ventanas.
–Tienen razón.
–Ya, lo sabemos. Pero de verdad que no queremos estar aquí. Sólo tenemos la furgoneta y queremos comer algo. No deberíamos responder mal... lo sentimos, es que estamos nerviosos.
–¿Por qué no vais al pabellón Paquillo Fernández?
–Nos da miedo.
En lo que va de aislamiento han dormido en descampados, en calles silenciosas y zonas apartadas. Un tipo sale del supermercado y les entrega una de las dos bolsas que carga. Lleva pan, pechuga de pavo, un par de botellas de agua y algo de queso. Santiago y Estefanía dan las gracias varias veces, conteniendo el acercamiento, y se montan en el vehículo. La furgoneta tose varias veces y, al quinto intento, consigue arrancar, como un caracol, con el aislamiento a cuestas.
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