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Granada miraba el reloj como en una de esas noches de cambio en las que las tres vuelven a ser las dos. Ton, ton, ton... picaban las campanas de la Plaza del Carmen. Granada, como una princesa de cuento que teme que su carro se convierta en calabaza, escuchaba las agujas golpear con los versos de Lorca: «La noche no quiere venir para que tú no vengas ni yo pueda ir». Rejas, persianas, candados, cerrojos y llaveros colgando del pantalón. Todo sonaba a despedida. Todos entrando en casa y cerrando la puerta, sin mirar atrás, como si afuera hubiera un duelo de pistoleros, como si de repente una mano gigante colocará sobre nuestras cabezas una cúpula invisible.
Granada, a las diez de la noche, terminaba de tejer las hebras que durante todo el día habían tensado las calles de la ciudad. El aire frío calaba dentro, muy dentro, justo antes de salir despedido por la boca en una exhalación que era una plegaria. «Hasta pronto», decía Leticia, encargada de Desigual, mientras le hacía una foto a la fachada de su tienda. «Qué duro cerrar hoy», con los ojos vidriosos y los puños apretados.
Una hora más tarde, a las once, con el toque de queda ya cumplido, el Centro de Granada -Pedro Antonio, Puentezuelas, Camino de Ronda...- estaba lleno de jóvenes con botellas de cristal. «¿En tu casa o en la mía?», se escuchaba. Parecía el típico ambiente justo después de tomarse las uvas, en Nochevieja, poco antes de comenzar el cotillón. El ambiente festivo que habría en la calle un sábado a las 4 de la mañana de la vieja normalidad: pasos torcidos, shawarmas en la mano y un ¡hasta luego! como si no hubiera pasado nada.
Pero pasa. A partir de las 00.00 horas de este martes 10 de noviembre, Granada es la única provincia andaluza que paraliza todo lo que no sea esencial. La única que amanecerá este martes con tiendas, bares y restaurantes con un 'cerrado' hasta nueva orden.
Durante las últimas horas de la tarde, las calles del centro de Granada rebosaban alegría al ritmo del acordeón de Ion, músico rumano que ponía banda sonora al baile de bolsas que subían y bajaban por Puentezuelas. De la algarabía del Tiger salían madre y abuela, ambas Mercedes, cargadas con un pequeño árbol de Navidad. «Tenemos un niño chico en casa y queremos que vea lo que es la Navidad, aunque no sea como otros años... No sabemos lo que va a pasar y queríamos asegurarnos». Como Cayetana, que salía de una tienda de juguetes cargada con paquetes: «Hemos adelantado las compras de Reyes para poder comprarlo en el comercio local, que vete tú a saber si luego no podremos».
Fernando baja la persiana de Flake Granada, su tienda de skate, con una amargura por la que casi ni le sale la voz. «La primera fue larga y se aguantó. Esta vez el esfuerzo es doble y no sabemos cómo vamos a aguantar». Otro Fernando, el de Zapato Confort, en calle Salamanca, piensa en que mañana llevará a su niña al cole, a las nueve, y luego nada. «¿No somos esenciales? -reflexiona, con las manos agarradas a las rejas de su tienda- Los negocios son esenciales desde el momento en que alguien come de eso». Inma, de Alquimia, en calle Cruz, mira su escaparate desde fuera, mientras las luces se apagan poco a poco: «Tristeza, impotencia y desolación», dice.
Antes del toque de queda, los bares y las terrazas se vestían de viernes de Corpus y no de lunes de confinamiento. Antonio y sus amigos, de 20 años, están en una terraza de Alhondiga con la mesa repleta de copas. Dicen que ellos respetan las normas: «Hacemos todo lo importante. Nos ponemos la mascarilla, mantenemos la distancia, cuidamos de los mayores», relata Antonio. A su lado, un amigo se levanta de su silla y le da un beso en la cara: «¡Pero qué bien habla mi primo!», grita emocionado. Cerca de la Catedral, un grupo de chicas, estudiantes de fuera de Granada, brindan con la felicidad por las nubes. «¿Nos ponemos las mascarillas», preguntan. «¡Que no, si estamos en una terraza!», responde otra. Una de ellas, Irene, asegura que le parece «fatal» el cierre. «Porque -explica-, ¿qué hacemos con 20 años y sin bares, sin vida universitaria, sin disfrutar?» Marta asiente y dice: «Si nos abriesen la universidad a lo mejor estudiaríamos más y saldríamos menos». «¡O no!», se adelanta otra chica, provocando una carcajada generalizada. «Mira -sigue Marta-, el riesgo está en la calle. Quien no se quiera contagiar, que no salga».
Las risas, las copas y los brindis de última hora también se van apagando. Poco a poco, las calles de Granada, todas, se llenan de un silencio que lo impregna todo. Un señor de mediana edad vuelve a casa por Recogidas. Camina distraído, con la mascarilla colocada bajo la barbilla, ya pasadas las once. A lo lejos, las luces rojas y azules avisan de la llegada inminente de un coche de policía. El hombre, tras menear la cabeza y murmurar alguna maldición, se coloca la mascarilla en su sitio, tapando la nariz y la boca. Antes de llegar al siguiente semáforo la nariz ya estará fuera, como los versos de Lorca que resuenan entre los tic y los tac que nos acompañarán hasta el próximo día 23: «La gran tumba de la noche, su negro velo levanta, para ocultar con el día, la inmensa cumbre estrellada».
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