Interior de la Azucarera de San Isidro. Javier Martín

Azucarera de San Isidro

Las entrañas de una fábrica pionera en Granada

Una visita a la Azucarera, un espacio inabarcable en el que los expertos no ven ruinas, sino la oportunidad de construir un campus singular para toda la ciudadanía

Javier Morales

Granada

Lunes, 13 de mayo 2024, 00:00

«Esto no es una ruina, es una oportunidad». El optimismo de Juan Domingo Santos resuena entre columnas mordidas por el óxido, montones de ladrillos que algún día fueron muros y cristales que se clavan como una faca en la madera putrefacta. Insiste: «Es una ... oportunidad». Y sus palabras encuentran fondo en la desolación, por más que el arquitecto ponga empeño en dibujar, en la imaginación de los presentes, un espléndido hall en el que interactúan ciudadanos, estudiantes e investigadores.

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Eso es la Azucarera hoy: una oportunidad que emerge bajo las ruinas de una fábrica pionera en España. Una valla marca las lindes de un perímetro de 87.690 metros cuadrados entre el último hotel de la capital y las primeras fincas de la Vega. Aunque está en manos de la Universidad desde finales de 2021, pocos privilegiados han tenido la oportunidad de caminar –legalmente– por este espacio inabarcable: caben diez pabellones del tamaño del Palacio de Deportes. Una treintena de periodistas, investigadores y curiosos se asoman por primera vez a las viejas naves en un paseo guiado por el arquitecto.

El paisaje

La ruta empieza en la entrada por la Carretera de Málaga y, aunque el primer sol de la primavera quema las azoteas y hay quien pide que la charla continúe a la sombra, el experto en la Azucarera insiste en seguir ahí: «Hay que entender la visión paisajística». A lo lejos suena el tren, un moderno AVE que circula por las vías de Bobadilla que siglos atrás traían remolacha y carbón y devolvían azúcar. Por dentro de la Azucarera también serpentean los raíles que permitían mover las mercancías –hay 500 metros de un extremo a otro–. Frente a ellos, los imponentes estanques donde lavaban la remolacha desde San Miguel a Reyes, con la fábrica operativa las 24 horas.

Al otro lado resiste la torre de la alcoholera con sus cuatro plantas altas de ladrillo y la nave anexa, una unidad independiente que funcionaba todo el año. Se extienden ante la vista las naves de secado de pulpa y las chimeneas. Los pasos elevados para las vagonetas. También los lugares donde vivían el director, el jefe de taller y el contramaestre –que tenía un pequeño huerto–. Todo está perfectamente erguido, solo se aprecia algún vano en los tejados, pero las columnas y las vigas perviven firmes. La tarea es triple: localizar lo que hay para entender lo que fue y proyectar lo que será.

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De lo que fue solo quedan estas estructuras. La maquinaria fue 'arrancada' a través de grandes boquetes en los muros. Parte pudo ser conservada y el resto quizá acabó entre chatarra cuando los últimos okupas pasaron por la Azucarera en 2019 y desmantelaron lo poco que ya quedaba. Fueron los últimos años de declive antes de que la Universidad se hiciera cargo de los inmuebles. Proliferaban los grafitis, los incendios, era fácil acceder al perímetro, desaparecían las piezas… Y, aun así, en el interior todavía era fácil encontrar algún viejo libro de contabilidad. Ahora, en el paseo por las zonas principales, el único signo de actividad humana son las cuentas anotadas a lápiz en una pared de la fábrica de alcohol de San Isidro.

Sin maquillar

El grupo se detiene, ya en la umbría, en la nave más accesible, donde el improvisado guía enumera las características que tendrá el futuro equipamiento universitario y ciudadano. «Esta zona de la ciudad está muy abandonada, olvidada. El hecho de colocar aquí el campus permitirá regenerar todo esto y ayudar a la conexión de la ciudadanía con la Vega. Es muy ambicioso, a muchas escalas. Y debe ser un espacio que mantenga su identidad. Nos preocupa maquillar este sitio y que se quede como algo convencional», cuenta el arquitecto.

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Lo primero que percibirán los ciudadanos es un parque con olmos atravesado por un discreto arroyo que ya se está recuperando, un ramal de la Acequia Gorda. En la plaza de los depósitos habrá cine, seminarios en verano y talleres, puede incluso ser una sede para espectáculos del Festival Internacional de Música y Danza. Al fondo queda una casa alargada que según Juan Domingo Santos fue una nave de pesaje de la remolacha y en unos años será un vivero para los ciudadanos.

Las naves, construidas en distintas épocas –el técnico las distingue con facilidad por los materiales y su disposición– son colindantes o están conectadas por pasillos que flotan en la segunda planta. Un lustro atrás no era difícil pasar de una a otra. Ahora, los primeros pasos del proceso de consolidación de la Azucarera impiden a cualquier persona ajena a la UGR acceder al perímetro: hay personal de seguridad, las vallas están repuestas, las ventanas tapiadas y las puertas cerradas con llave. Se aprecia alguna zona apuntalada y, desde luego, todo está más limpio.

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El paseo culmina en una nave de paredes blancas. Todavía huele a nueva. Brillan impolutas las ventanas y la maquinaria para el tratamiento de la madera salpica de color el espacio en el que se desparraman a un lado y a otro montones de listones y troncos de chopo. Aquí trabajan ya los miembros del proyecto Life Wood for Future, que persigue el uso sostenible del chopo para construir, coordinados por Antolino Gallego. Son la avanzadilla de la nueva Azucarera, unos precursores que trabajan en las entrañas de lo que fue una fábrica pionera.

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