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El cuadro de Manuel Rodríguez de Guzmán 'Rinconete y Cortadillo', sobre la obra de Cervantes acerca de dos pícaros en la Sevilla del siglo XVII. Ideal
Cuando las granadinas eran hechiceras y los sevillanos, embaucadores

Cuando las granadinas eran hechiceras y los sevillanos, embaucadores

El antropólogo Alberto del Campo analiza en el libro 'La infame fama de andaluz' los orígenes de los estereotipos sobre esta tierra y sus huellas en la literatura culta y popular

InÉS GALLASTEGUI

Granada

Viernes, 28 de febrero 2020, 01:52

Astutos, pícaros, lisonjeros, buscavidas y poco amantes del trabajo. Pero también ingeniosos, seductores, con chispa, dotados para la fiesta y el arte y capaces de afrontar con alegría las circuntancias más adversas. ¿Somos así en Andalucía? ¿Y en Granada? Seguramente, no (la mayoría), pero el dichoso tópico está más arraigado de lo que nos gustaría en el imaginario colectivo. Y no solo fuera. También entre nosotros.

Cuando Cristina Cifuentes dijo que los madrileños pagaban la sanidad y la educación de Andalucía, Duran i Lleida afirmó que los beneficiarios del PER se pasaban «todo el día en el bar» y Albert Rivera abogó por enseñarnos a pescar en vez de darnos pescado a los habitantes del sur, estaban echando mano de un arquetipo de más de cinco siglos.

En 'La infame fama del andaluz', publicado por Almuzara coincidiendo con el 28-F, el investigador Alberto del Campo (Sevilla, 1971) data el origen del cliché regional entre 1450 y 1550, frente a la extendida teoría que lo atribuye a los viajeros románticos del siglo XIX.

«Los arquetipos siempre tienen algo de verdad», admite el profesor de Antropología Social de la Universidad Pablo de Olavide. Cuando se consolidó el tópico del andaluz falso y embaucador, Sevilla tenía 130.000 habitantes y era una de las ciudades más ricas de España, pero no podía ni soñar con la capitalidad: era el puerto de entrada de las mercancías procedentes de América y del tráfico de esclavos de África, con un 10% de población negra y muchos moriscos, gitanos y genoveses. Había 2.000 prostitutas, otros tantos mendigos, y los pícaros y buscavidas llegaban de todas partes atraídos por el olor del dinero.

«Era una 'babilonia', la periferia geográfica y moral, una sociedad multiétnica frente a la historia oficial, según la cual los Reyes Católicos tenían la misión divina de restaurar la Hispania de los godos», señala. Frente al mito del «ser puro» del norte inexpugnable, los andaluces eran los 'débiles' de sangre mezclada y moral laxa, sucesivamente conquistados por fenicios, romanos y árabes.

Era un tiempo, destaca el escritor, en el que ser 'cristiano viejo' era necesario para ascender socialmente. Incluso para ejercer determinados oficios dominados por los gremios había que demostrar 'limpieza de sangre'. En los últimos territorios de Al Andalus incorporados a la Corona de Castilla se sospechaba de los musulmanes y judíos que habían cambiado de religión y de costumbres por pura necesidad. De ahí a etiquetarlos de 'falsos' y 'engañadores' solo había un paso.

Es curioso, recalca el investigador, que los estereotipos sean casi siempre «ambivalentes», de modo que los mismos dispuestos a sostener que los andaluces son mentirosos o vagos no dudan en alabar el ingenio y la valentía de los hombres, la belleza y el desparpajo de las mujeres, el talento de todos para el arte y la fiesta.

Guasones frente a 'malafollás'

El antropólogo Alberto del Campo. Maya del Campo

«Los andaluces orientales han sufrido un doble estigma: desde Castilla por ser andaluces y desde la propia Andalucía por no ser occidentales. Se habla de la belleza de las cordobesas, el ingenio de los sevillanos, la guasa de los gaditanos... y la malafollá de los granadinos», subraya. Del Campo nació en Sevilla, de padre vallisoletano y madre soriana, y por su trabajo ha vivido en Suiza y Estados Unidos, en los Andes ecuatorianos y en la Alpujarra granadina. Por eso es más consciente de que los estereotipos sobre la nacionalidad, el origen o la raza de la gente son simplistas e interesados. Y que no siempre son 'los otros' quienes los imponen. «En casa he vivido cómo a los castellanos les cuesta integrarse en Andalucía porque les dicen que si no son andaluces no pueden entender fenómenos como la Semana Santa o la Feria de Abril. Nos quejamos de los tópicos, pero nosotros también se los imponemos a los demás», explica.

Mucho antes de la famosa 'chacha' andaluza de las series de la tele, la cultura popular estaba llena de roles estigmatizantes. En el libro, el antropólogo recuerda refranes populares –«Hombre de bien y cordobés, no puede ser» o «Al andaluz hazle la cruz, y al sevillano, con las dos manos»– y rastrea decenas de obras literarias en busca de pasajes que pongan de manifiesto las etiquetas sobre los andaluces. Y los halla en Cervantes –'Rinconete y Cortadillo' es la historia de dos pícaros en Sevilla–, en las disputas poéticas entre Quevedo, Lope y Góngora, que reflejan el antagonismo entre Andalucía y Castilla, o en Teresa de Ávila, que salió de la capital hispalense horrorizada por el calor y las infinitas posibilidades para el pecado. «Esta tierra no es para mí», admitió.

Granadinas hermosas y libertinas

Del Campo dedica un capítulo al retrato de las mujeres del sur libres, taimadas y hermosas. «Los tratadistas aconsejaban casarse con una gallega o una castellana, porque las andaluzas tarde o temprano te iban a poner los cuernos; lo llevaban en la sangre», resalta. En particular Granada era considerada una ciudad de «belleza y vicio» y las granadinas eran tenidas por «libertinas y licenciosas», conocedoras de «prácticas de hechicería» heredadas de los árabes del Albaicín o de los gitanos del Sacromonte.

Si todo hubiera quedado en unos pocos clichés literarios o en charlas de barra de bar, no tendría demasiada importancia. Pero en pleno siglo XX un pensador de la influencia de Ortega y Gasset aseguraba sin despeinarse que el andaluz «hace de la evitación del esfuerzo el principio de su existencia». Y en estos tiempos de nacionalismo y demagogia, «algunos politicos usan los estereotipos de forma imprudente para simplificar y criminalizar, porque eso les permite administrar el miedo, el rencor y el odio».

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