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Juan Aguilar trabaja con unos juguetes de madera, en su taller de Horno Espadero. PEPE MARÍN
El granadino que soñó con madera y grabó su agenda en la pared

El granadino que soñó con madera y grabó su agenda en la pared

Hoy se celebra el día del padre, pero también el de los artesanos y carpinteros, como Juan Aguilar, que mantiene en pie un fortín de la vieja escuela en el que manda una única norma: «Trabajar con amor»

Viernes, 19 de marzo 2021, 00:58

El taller parece una cueva escarbada en mitad de un iceberg, completamente aislada del tiempo y del espacio. Desde la calle Horno Espadero, un enorme ventanal cuadrado invita a husmear en el interior: el espacio alargado está dividido en dos áreas de trabajo, con varias mesas e infinidad de herramientas repartidas por paredes y cajones. Y hay cubos. Y botes. Y estanterías. Y lápices y pinceles y periódicos viejos –alguno de 1975–. En fin, que brotan cosas por todas partes, como estrellas en la noche. En la fachada hay una frase escrita a mano que se queda pegada en la nuca: «El aprendizaje dura toda la vida». Por una rendija de la puerta se escapa la orquesta clásica que toca en una vieja y enorme minicadena, de esas que tenían dos pletinas para radiocasetes, colocada encima de una más vieja y más enorme preciosa radio de madera. Madera. La música aquí huele a serrín, aguarrás y casa de abuelos. En el calendario de la pared, el 19 de marzo está en un rojo bíblico que terminará decorando el retrovisor de muchos coches. Juan junta sus dedos de roble y, divertido, da una fuerte palmada: «¡Es mi día, claro que lo es! Porque hemos tenido niños y encima hacemos madera».

Entrada al taller: «El aprendizaje dura toda la vida». P. M.

El 19 de marzo es el Día del Padre. Pero también lo es del Artesano y del Carpintero. O, lo que es lo mismo, de los que trabajan la madera, como el propio San José, padre putativo y autónomo en el portal de Belén. Juan hoy no hace triplete por eso, porque se llama Juan y no Pepe. Pero está contento con lo que tiene, con su nombre y con sus apellidos. Juan Aguilar Torres (Madrid, 1962) regenta 'Ebanistería y Restauración Aguilar y Aguilera', un templo de la madera que, como los buenos bosques, ha sabido crecer poco a poco hasta dar una sombra perenne.

Juan nació en Madrid, pero sus padres eran jienenses, de Huelma, el pueblo donde conoció a su mujer, Maribel. Primero fue comercial, luego montó un taller de confección y entonces llegaron las setas. «Hemos sido los mayores productores de Andalucía de 'Pleurotus ostreatus', la típica seta que compráis en las tiendas. ¡Mi mujer y yo salimos en la portada de IDEAL! Fuimos la primera Iniciativa Local de Empleo (ILE) que se concedió a Granada». El negoció arrancó fantástico, sacando mil kilos diarios de setas en la fábrica de polvorines de Moreda. «Pero la producción se estropeó, no nos ayudaron mucho y tuvimos que cerrar. Veintidós personas se quedaron sin trabajo».

En la Navidad de 1997, Maribel y Juan se mudaron a Granada capital, buscaron un piso y se hicieron con los mandos de un bar del centro. «Entre medias trabajé también en seguros –Juan se agacha levemente y se asoma por encima de las gafas, como el que cuenta un secreto–. Dicen que son de vida, pero yo digo que son seguros de muerte». En esas estaba cuando conoció a Enrique Morillas, «que en paz descanse», un ebanista que tenía el taller en la calle Buensuceso. Verle trabajar la madera le golpeó con tal fuerza que su vida giró hasta caer de bruces. «Enrique no me enseñó, pero le observaba. Fui autodidacta y descubrí que esto me apasiona».

«Esto» es la madera. Restaurar obras de arte, muebles antiguos y reliquias que gotean de una generación a otra. Juan cruza el taller de dos zancadas y acaricia la pata de un zapatero de setenta años con el que está trabajando. «Me lo he traído esta mañana, con un costurero que hay detrás. Va a quedar maravilloso, lo voy a dejar al natural, vamos, que parezca que no le he hecho nada». A continuación se gira, se agacha junto al escaparate y agarra una mesa y una butaca que le caben en la palma de la mano. «Y me lo voy a pasar pipa arreglando estos juguetillos», dice cómplice. En el taller no hay horas, pero se trabaja «tranquilo y relajado, con la musiquita puesta y disfrutando de lo que haces. A mí me place».

El de Juan es uno de los pocos talleres de ebanistería que quedan en Granada. Y en el mundo, por tanto. La suya es una especie en peligro de extinción, consagrada a trabajar en un tiempo y forma que distan mucho de las prisas y la inmediatez. «Al principio me traían lo peor que tenían en la casa. Cuando vas demostrando que sabes hacer las cosas, te ganas la confianza». «De todas formas –sigue–, abrir un negocio de cualquier tipo es complicadísimo. Y abrir un negocio tan especializado más aún».

Levantar la persiana de 'Aguilar y Aguilera' supone 2.000 euros al mes. Una cifra que, con la pandemia, se convirtió en una soga al cuello. «Tenía personas contratadas y las tuve que dar de baja. Y a un pobre le causas una pequeña ruina y ya no levanta cabeza... La lástima es que los cinco puestos que yo tenía ya no los va a haber más. Ahora uno tiene miedo. ¿Quién se arriesgaría?».

Pese a todo, Juan asegura que no se puede quejar, que ya son 24 años trabajando en el taller y que nunca han dejado de llamarle. «Me conocen del boca a boca, nunca he puesto publicidad». A su espalda, en la pared, hay un centenar de números de teléfono escritos a lápiz. «Eso es mi agenda –responde entre risas–. No tengo whatsapp ni móvil. La gente dice te mando un whatsapp, y yo digo mande usted lo que quiera, pero que yo no lo voy a ver. ¿Tú te crees que estás aquí, trabajando, concentrado en algo, con la música puesta, y empieza a sonar el teléfono porque alguien te quiere mandar una foto o una chorrada? Aquí no».

–¿Y no pierde los números?

–Los números importantes no se borran. Pueden llevar décadas ahí escritos... Y cuando quiero borrar uno, a alguien que ya no me caiga bien –confiesa, con gesto travieso– saco la brocha más sucia que tenga y lo tapo.

Anotando un nuevo teléfono en la agenda. P. M.

Lo más bonito

Maribel entra al taller y ayuda a Juan a colocar unas pinzas en una cómoda. «¿Ves el serrín? –indica él, en tono didáctico– Son gusanos xilófagos, se comen la madera. Un gusano de estos te puede dejar el mueble hueco por dentro, pero yo... –la voz se le corta al hacer fuerza con la herramienta– lo congelo a menos veinte grados y no queda ni uno». Mientras Juan termina la tarea, Maribel se acerca discretamente. «Cuando trabaja hay una frase que le gusta mucho repetir –comenta ella–. La tiene siempre en la boca. Dice 'esto hay que hacerlo con amor'. ¿Ves? –señala a su marido, con la mirada– Cuando una persona trabaja en lo que le gusta se nota».

Juan y Maribel son orgullosos padres de Fran, Iván e Isabel. El mayor también es restaurador, el mediano tiene una eléctrica en San José Baja y la pequeña está en el último año de Criminología. Tres jóvenes en edad de llenar sus casas con muebles de... bueno, de nombres impronunciables. ¿Qué opina de esos muebles? «No tengo muy buena opinión. Para empezar no se pueden arreglar. Son dm (fibropanel de densidad media), caña de azúcar molida y cola, ¡no es madera ni nada! Pero que yo no tengo que convencer a nadie. La gente se convence sola. No me complico la vida ni con precios ni con nada. Yo te doy mis precios y se te parece bien, bien. Y si no, yo no lo hago. ¿Para qué? Si uno no valora lo que hace pierde el sentido».

Juan muestra 'El sueño del ebanista'. PEPE MARÍN

Lo más bonito del trabajo, dice Juan, es «que coges una cosa que está hecha pedazos y cuando la entregas está preciosa». Cosas que, habitualmente, son recuerdos que atesoran las familias. «Es un placer muy grande cuando ves sus caras sorprendidas». A veces, la sorpresa se la lleva Juan, claro. Como el día que el pintor Julio Fortis apareció en el taller. «Me trajo esto», dice levantando de la pared un gran lienzo en el que sale él, mirando por encima de las gafas, rodeado de sus herramientas y sus maderas. «Y con una botella de Alhambra, que no falte», ríe Juan. De fondo, en vez de las paredes, hay un bosque con montañas y ríos. «Fortis lo tituló 'El sueño del ebanista'. ¿Es bonito, verdad? –observa su reflejo al óleo, complacido–. Por eso te digo, que yo aquí soy feliz, tranquilico con mis maderas».

Al salir del taller, la frase sigue allí: «El aprendizaje dura toda la vida». Por el cristal se ve, perfectamente, el sueño de Juan.

Feliz 19 de marzo.

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