Toño era un niño huérfano y pobre pero en aquel verano de 1935 no fue elegido para ir a las colonias de Almuñécar. Organizadas por el Ayuntamiento, ofrecían a los pequeños de familias pobres tres platos de comida al día y el aire fresco de ... la brisa del mar. Aunque no estaba invitado, el pequeño se coló y pasó veintidós días en la costa entre los colonos. El chico estaba enormemente agradecido y cuando un concejal fue a visitarlos, no le pidió chocolate ni juguetes; Toño quiso un beso.
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Había conseguido salir unos días de Granada, donde el verano era largo, achicharrante y aburrido, «y de mucho trabajo», recuerda Josefa, que con solo diez años ya se empleaba cuidando niños. Ella nació en el año 1948, en Güéjar Sierra, y sus recuerdos se reparten entre el río y el cortijo de la Argumosa, donde trabajó como jornalera: «Mis padres no me llevaron en tranvía, lo cogí cuando me casé, en el año 70, y no tardaron mucho en quitarlo».
En el salón del Centro de Día Vista Blanca de Cenes de la Vega, los ancianos se reúnen en torno a unas fotografías antiguas que les han ayudado a recordar los veranos de su niñez. «Yo los pasaba en la Vega buscando patatas, todo el día detrás de un arado, cogiendo panochas», explica Carmen Caballero, una granadina de 94 lúcidos años que no ha sabido nunca lo que era eso del veraneo. A pesar de que es imposible para ella olvidar los duros años de la posguerra, en los que se deslomaba buscando un alimento que llevar a la boca de sus hijos, se le ilumina la cara cuando recuerda los días en los que la familia iba a bañarse al Genil: «Cogíamos algo de comida y nos íbamos al río. Allí guisábamos, hacíamos arroz, patatas con pimientos, enfriábamos la bebida en el agua... los veranos de los pobres», dice sonriendo. «Mis vacaciones eran en el Charcón o en Maitena, con el tranvía», apunta Genoveva, que nació en Huétor Vega, pero que se crió en un cortijo de la Vega donde no había más distracción que una cuerda que tanto servía para atar a las bestias como para saltar: «El tranvía era lo más bonito que tenía esta zona, ahora con tanto coche... una no se atreve ni a salir», y tiene razón.
El río fue también el paraíso de la infancia de Encarnación Peregrina, de Pinos Genil, una niñez feliz de veranos remojados en su cauce y de juegos inocentes. Su compañera en el centro, Antonia Martínez, se crió en la Peza junto a una hermana gemela. Ni siquiera su madre las distinguía: «¡Antonia María!», gritaba la señora para llamar a las dos chiquillas a la vez, «venid para acá que no os va a dar tiempo a comer». Como no había agua en su casa, ella bajaba al arroyo a lavar, cargaba la piedra de madera y el canasto y se llevaban queso y pan para pasar el día mientras los trapos se secaban.
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Asomaban por el calendario los primeros días del mes de julio y en las calles de Granada se multiplicaban los puestos de sandías y melones, con vendedores que voceaban la calidad de su género. Mientras, en Bibrambla, se improvisaban tertulias que daban cuenta de las pocas familias que podían permitirse unos baños en un balneario o descansar en la sierra. IDEAL también se hacía eco de esos privilegiados veraneantes en su 'Carnet Mundano': «Marchó a Málaga don Juan Casas». «Regresó de Torrenueva doña Emilia Barrero de García». «Ya se encuentra en Santander don Víctor Escribano». «Mi infancia fue de las dos maneras -recuerda Matilde-, trabajaba por las mañanas ayudando a mi padre, porque mis hermanos estaban en la mili, pero las tardes eran para mí», y rememora feliz los juegos con sus amigas, al corro, con la pelota... «No teníamos juguetes». «Todavía recuerdo las alegrías, los sufrimientos y las emociones de mi vida», dice Antonia Carmona, que tiene 92 años y es de Quéntar. Su familia tenía una taberna y una tienda y, cuando terminaba de trabajar, le pedía permiso a su madre para ir a jugar a la plaza «¡Qué no te juntes con los niños!», le decía.
En Granada, donde no llegaba la brisa del mar, el verano del 47 comenzó con la desastrosa noticia de la escasez de cerveza en los bares. La venta se suspendió a pesar de que en la fábrica se trabajaba veinticuatro horas. Tras días de abstinencia, la 'rubia' volvió pero más cara. Seis pesetas el litro y 1,25 la caña. Y a falta de cerveza, el agua que servían los aguadores en cántaros que cargaban en sus burros. Alfredo Hernández tiene 72 años y era el propietario de la cafetería Mivi que estaba junto a Los Italianos: «Costaba una perrilla un vaso de agua. La traían del Avellano, la Bicha o la fuente de la Pita y estaba muy fresquita» dice. Y trae a su memoria la antigua fábrica de hielo que había junto a San Matías, donde compraba las barras para enfriar la nevera de obra que refrescaba las bebidas de su bar: La pitusa, el frutisol, la sanitex... «A mí lo que me gustaba eran los espumosos», apunta Genoveva. «Eran de frutas, de fresa, limón de naranja... te echaban el zumo en tu vaso y luego le añadían sifón fresquito. ¡Estaban más buenos que los helados!».
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Y hablando de la sanitex, Alfredo se acuerda de los 'botijos' que bajaban a la playa: «Esa guagua que tenía mil años y había cola para bajar desde las cinco o las seis de la mañana». El autobús, que rodaba hacia el paraíso por los interminables caracolillos de Vélez, tardaba casi más en llegar a Motril que el tiempo que se podía disfrutar remojándose en la orilla.
Así, igual que pasa la corriente, como dice la canción, ha ido pasando la vida. Ya no están muchos de los que compartieron los veranos con los abuelos de Vista Blanca. Es la memoria de sus hermanos, hijos, maridos o mujeres que ya no están lo que hace brotar las lágrimas de sus ojos cansados. A Cenes no llega el rumor de las olas, pero hoy, a este pueblo de la Vega, ha llegado el alegre y doloroso murmullo de la nostalgia.
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