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Esta mañana, el pasodoble de la Carrera de la Virgen suena raro, como si le hubieran arrancado varias notas a la partitura. La música inunda la vía, desde la Fuente de las Batallas hasta el Paseo del Salón, y se filtra entre la sombra de ... los árboles y los primeros rayos de sol. «Es nuestra banda sonora, a veces un despertador», dice Antonio Ramiro, vecino del barrio. «Es difícil imaginar una mañana aquí sin Jesús». Jesús está donde siempre, arrodillado sobre unos cartones frente al cine Madrigal, tocando su melódica blanca, esperando que caiga alguna moneda del bolsillo. De pronto, aparta el instrumento de su boca, lo agita como cuando el mando de la tele se queda sin pilas y, negando con la cabeza, lanza una maldición. «Que se me ha roto».
Jesús coloca la melódica –a él le gusta más llamarla armónica piano, que la gente lo entiende mejor– en el suelo y pulsa un par de teclas. «¿Ves? Dos teclas que no suenan –clava los dedos con todo el peso del cuerpo–. Nada, no funcionan». Un niño le mira fijamente desde el carrito y su madre aprieta el paso, apurada. «Me miran mucho los niños. Yo también me miraría, llama la atención», dice mientras mueve el hombro izquierdo, que asoma por encima del abrigo. No hay brazo, lo perdió hace tiempo. Luego sonríe amable y eleva las cejas con un gesto bonachón que recuerda a Shrek o a Pedro Picapiedra. «Te decía que se me ha roto la armónica piano. Es un problema».
Jesús López Ríos tiene 57 años y vive en Cúllar Vega. Todos los días, de lunes a domingo, viaja en bus hasta el Palacio de Congresos para estar a las siete de la mañana en su rincón de la Carrera de la Virgen. «Es cuando pasa una mijilla de gente. Y me quedo hasta la una o así, según vaya la cosa». Jesús está casado, tiene un hijo de 25 años «con discapacidad» y la melódica es, desde no recuerda cuándo, su forma de ganarse el pan. «No tengo otro trabajo y no me ayuda nadie. Mira que he pedido ayuda, pero no hay manera. Así que, hijo mío, aquí me busco la vida honradamente, haciendo lo que toca hacer. No le pongo la escopeta a nadie, lucho para tirar adelante. Lo que saco es para comer, no tengo vicio alguno. Me conoce todo el mundo, son muchos años aquí».
–¿Te acuerdas de mí? –saluda repentinamente una joven, con el pelo entrenzado.
–¡Claro que me acuerdo! –responde Jesús, alegre.
–¿Quién soy?
–Ahora mismo no caigo.
–¡La chica del globo!
Cuando la mujer se aleja, Jesús ríe y resopla. «Lo que te digo, que me conoce todo el mundo. ¿Pero cómo te acuerdas tú de todos los que pasan por aquí? ¡Es imposible!».
Fue en 1975. Tenía 8 años. Aquella mañana, la recuerda muy bien, «hacía un día estupendo, fresco y soleado, como hoy». Jesús y unos amigos jugaban en la Virgencica, la barriada donde malvivieron las familias que tuvieron que abandonar sus cuevas del Sacromonte en 1963, tras la terrible riada. «Allí había un cortijo hecho pedazos, le decían el cortijo de los Pelayos». Jesús correteaba por las piedras con un coche de juguete en la mano. «Era mi coche favorito, de los antiguos. Muy bonito».
En un despiste, el coche se le escapó de las manos y se coló por un agujero. «Metí el pie, pero no podía sacarlo. Había un palo sujetando un tapia. El pie se me enganchó y no salía. Me cogí al palo y tiré para hacer fuerza, para salir. El palo se rompió y me cayó toda la tapia encima. Pero fue una viga de hierro maciza que había detrás de la pared la que me cortó el brazo y la pierna. La pierna me la operaron con un clavo. El brazo lo perdí. En esa época no había adelantos, si hubiera sido hoy me lo hubieran puesto. Pero no». La Virgencica, por cierto, hoy es Albayda. Y en el lugar donde Jesús perdió la mano hay, desde 2023, un parque infantil.
El sonido de la melódica es inconfundible. Y la melodía, el pasodoble de la Carrera de la Virgen, va y viene sin parar, como los coches en la carretera o las bolsas del centro comercial. «Aprendí a tocar de chiquitico, al poco de perder el brazo. Aprendí yo solo», advierte sin ocultar cierto orgullo. «Me sé más canciones, pero ahora no puedo tocarlas porque las teclas están rotas. Ay, me tengo que comprar otra y ya no tiene ni garantía ni nada. Y vale cara».
Un señor le da los buenos días a Jesús. La moneda de cincuenta céntimos repica en la lata del suelo. «¡Gracias!», exclama. «El otro día –cuenta alegre, como si le acabara de venir la imagen a la cabeza– pasó por aquí la periodista Mónica Martínez y se hizo una foto conmigo. Si es que me conoce todo el mundo». Luego, llenando los pulmones con algo de teatralidad, vuelve a poner música a los andares de los granadinos que empiezan su jornada. A veces, el pasodoble suena raro por las malditas teclas silenciadas, pero Jesús sigue tocando. «Está roto, pero sirve. Y hay que comer».
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