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En los 90, todos los niños soñábamos con tener en casa una Super Nintendo: el cerebro de la bestia. Para nosotros, los videojuegos eran algo más que «marcianitos», como decían los padres. Pertenezco a esa generación que creció de la mano de la que hoy ... es la industria cultural más grande del mundo. Aprendimos largos comandos de programación para instalar juegos en el ordenador y éramos capaces de rebuscar en las entrañas digitales para localizar un archivo corrupto. Aquellos años de píxeles precoces e intentos de hackear el sistema –sí, fuimos bastante piratas–, nos dieron las herramientas para enfrentarnos a cualquier programa informático sin demasiados problemas, por pura intuición. La verdad es que los cuarentones les damos mil patadas a los nativos digitales. Pero de eso hablamos otro día.
Los videojuegos, decía, estaban en la calle. Aunque tuviéramos una Super Nintendo o una Game Boy, no eran nada comparados con lo que podíamos ver en una máquina recreativa. Los salones recreativos, como los videoclubs, son vestigios que recordamos con añoranza. En Granada hubo varios míticos, pero esta semana me topé con uno de los primeros: Automáticos Olmos.
Caminaba por Ganivet, de vuelta de un reportaje, cuando vi la entrada al pasaje, justo al lado de la administración de lotería. Hacía años, muchos años que no lo atravesaba. «Billares, futbolines, máquinas recreativas», dice todavía el cartel. Tendríamos once o doce años. Nos llevó un primo mayor, Enrique, aunque entramos por el otro lado, por la Plaza del Campillo. Nada más bajar los escalones, miré a ambos lados para cerciorarme de que no nos veía ningún adulto. Yo sabía de sobra que mis padres no me dejarían entrar, pero oye, nadie es perfecto.
Todas esas máquinas me golpearon en lo profundo del hipotálamo. ¿Cómo habían llegado esos videojuegos a Granada, donde nunca llegaba nada? Eran videojuegos que ni sabíamos que existían. Recuerdo especialmente una máquina con un juego de la Patrulla X. Mis veinte duros fueron allí, para echar una partida a dobles: yo escogí a Cíclope y mi hermano a Lobezno. Qué maravilla.
Después de los Olmos vinieron más: de los de Multicines Centro hasta Game Over, en Emperatriz Eugenia (hoy es una Clínica Dental), pasando por Neptuno o el mítico Q-Zar que tantas tardes de gloria nos regaló. «¡Vuelva al energizador!». Aquella primera vez, cuando salimos del Olmos, nos compramos una lata de Coca Cola. Cuando mi madre preguntó que de dónde habíamos sacado la lata –no era tan normal como ahora–, nos pilló en seguida. Game Over.
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